Cuestiones naturales, Séneca – Libro V

Cuestiones naturales, por Lucio Anneo Séneca - libro quinto - publicada entre los años 62 d. C. y 64 d. C.

Cuestiones naturales

Lucio Anneo Séneca

Cuestiones naturales, en latín Naturales quaestiones, es un análisis filosófico y tratado de ciencias naturales escrito entre los años año 62 y 64 d. C. por el filósofo y escritor romano Lucio Anneo Séneca. En la obra, dirigida a Lucilio el Joven, Séneca estudia los razonamientos sobre distintos fenómenos naturales, desde los meteoritos hasta las lluvias y los vientos, producidos por varios destacados filósofos tanto griegos como romanos; agregando además sus propios razonamientos y puntos de vista.

Cuestiones naturales

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Notas

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Libro quinto

I. El viento es una corriente de aire. Algunos lo definieron diciendo: El viento es aire que corre hacia un punto. Esta definición parece más exacta, porque el aire no está nunca tan inmóvil que no experimente alguna agitación. De la misma manera se dice que el mar está tranquilo cuando se mueve ligeramente y no carga todo de un lado. Así, pues, si lees

Quum placidum ventis staret mare… (30)

ten presente que no se trata de olas de todo punto inmóviles, sino levemente movidas, y que se llama tranquilo el estado de un mar que no se mueve más en un sentido que en otro. Lo mismo hemos de decir del aire, que nunca está inmóvil, ni cuando se encuentra tranquilo. Fácilmente comprenderás esto. Cuando penetra el sol en un lugar cerrado, vemos sutiles partículas que salen a su encuentro, subiendo, bajando y cruzándose en mil sentidos. Luego no expresaría bien el pensamiento quien dijese: Las olas son una agitación del mar; porque esta agitación existe hasta cuando el mar se encuentra tranquilo. Para hablar con exactitud, es necesario decir: Las olas son una agitación del mar impulsado en un sentido. De la misma manera, en el asunto que tratamos, se evitará toda oposición, sí se dice: El viento es aire que corre hacia un punto; o corriente impetuosa de aire; o un esfuerzo del aire hacia un solo lado; o corriente más impetuosa que de ordinario. Sé que puede decirse en favor de la primera opinión: ¿Qué necesidad hay de añadir que corre hacia un punto? Lo que corre, necesariamente ha de correr hacia un punto. Nadie dice que el agua corre cuando se mueve sobre sí misma, sino cuando se dirige hacia alguna parte. Puede por consiguiente existir movimiento sin que haya corriente, y, por el contrario, no puede haber corriente sin que se dirija a alguna parte. Si esta breve definición se encuentra al abrigo de contradictores, empleémosla; pero si se desea mayor escrupulosidad, no regateemos una palabra, cuya adición evitaría las cavilaciones. Ahora tratemos de la cosa misma, porque ya hemos hablado bastante de las palabras.

Las notas pueden ser consultadas en el siguiente enlace.

II. Demócrito dice que se forma el viento cuando en un vacío pequeño se encuentran reunidos considerable número de corpúsculos, a los que llama átomos; y que por el contrario, el aire está quieto y tranquilo cuando en vacío considerable estos corpúsculos son escasos. Mientras hay poca gente en una plaza o en una calle, se circula con holgura; pero si se aglomera la multitud en paraje estrecho, caen unos sobre otros promoviéndose riñas: así sucede también en el espacio que nos rodea; cuando en paraje exiguo se reúne considerable número de átomos, necesariamente han de caer unos sobre otros, impulsándose y rechazándose, entrelazándose y comprimiéndose, de lo que nace el viento, cuando estos átomos que luchaban comienzan a ceder y a buir después de prolongada fluctuación. Cuando en espacio dilatado flotan pocos corpúsculos, no podrán chocar ni impulsarse.

III. Todo esto es falso, y lo demuestra así el hecho de no reinar ni el viento más ligero en ocasiones en que el aire está completamente cargado de nubes. Sin embargo, en estos casos existen muchísimos corpúsculos aglomerados en un espacio estrecho, lo que da lugar al espesor y gravedad de las nubes. Añade que sobre los ríos y lagos se elevan frecuentemente nieblas producidas por la aglomeración de átomos condensados, sin que por esto reine viento allí. Algunas veces también es tan densa la niebla, que impide ver los objetos inmediatos, lo cual no sucedería sin la aglomeración de multitud de corpúsculos en paraje estrecho. Sin embargo, nunca corre menos viento que en tiempo nebuloso. También combate esta doctrina el hecho de que el sol de la mañana disipa los vapores húmedos que espesan el aire. Entonces se levanta viento cuando la masa de estos átomos pierde su cohesión, se disuelve y disemina.

IV. ¿De qué manera, pues, se forman los vientos, dirás, puesto que no niegas que se forman? -De más de una. En tanto, es la tierra misma que exhala y lanza con gran fuerza el aire de su interior; en tanto, cuando abundante y continua evaporación ha impulsado de abajo arriba estas exhalaciones, de su modificación y mezcla con el aire nacen los vientos. Porque no puedo decidirme a admitir ni a omitir la idea de que, de la misma manera que en el cuerpo humano la digestión da origen a vientos que no se emiten sino con grave injuria del olfato, y de los que se descarga el vientre unas veces con ruido y otras en silencio; así también el inmenso cuerpo de la naturaleza engendra vientos cuando digiere. Felices nosotros si las digestiones son buenas; de no ser así, podríamos temer grandes males. ¿No sería más verdadero decir que de todos los puntos de la tierra se alzan continuamente cantidades de corpúsculos que, aglomerados primero, enrarecidos después por la acción del sol, exigen, como todo lo comprimido cuando se dilata, espacio más extenso, y dan lugar al viento?

V. ¡Cómo! ¿Consideras causa única del viento las evaporaciones de la tierra y de las aguas, que después de haber pesado sobre el aire, se separan impetuosamente, y habiendo sido compactas, se enrarecen, y por necesidad se extienden en mayor espacio? -Admito también esta causa. Pero la más verdadera y poderosa es que el aire tiene naturalmente la propiedad de moverse que no torna de otra parte, sino que está en él como otras muchas facultades. ¿Puedes creer que el hombre haya recibido la facultad de moverse, y que solamente el aire permanezca inerte e incapaz de movimiento, cuando el agua tiene el suyo, hasta en ausencia de todo viento? No siendo así, no produciría ningún ser animado, y no solamente vemos ovas en su interior, sino que también hierbas flotando en su superficie.

VI. Existe, pues, algo vital en el agua. ¿Qué digo en el agua? El fuego, por el que todo se consume, es también creador, y, cosa inverosímil y sin embargo verdadera, algunos animales le deben su origen. Tiene, por lo tanto, el aire virtud análoga; y por esta razón, en tanto se condensa, en tanto se dilata y purifica; unas veces aproxima sus elementos, otras los separa y disemina. Existe, pues, entre el aire y el viento la misma diferencia que entre el lago y el río. Algunas veces el sol por si solo produce el viento, enrareciendo el aire condensado, que pierde, al dilatarse, su densidad y cohesión.

VII. Hemos hablado de los vientos en general; examinemosles ahora en particular. Tal vez conoceremos cómo se forman, si investigamos cuándo y de dónde proceden. Examinemos primeramente los que soplan antes de la aurora y que vienen de los ríos, de los valles o de los golfos. Ninguno de éstos es persistente, y ceden en cuanto toma fuerza el sol, y no remontan sino a muy corta distancia de la tierra. Los vientos de esta clase comienzan en primavera y no duran más allá del estío, viniendo especialmente de los parajes donde hay muchas aguas y muchos montes. Las llanuras, aunque abunden en agua, carecen de auras: me refiero a las que merecen el nombre de vientos.

VIII. ¿Cómo se forma ese viento que los Griegos llaman ? Cuanto exhalan los pantanos y los ríos, y es mucho y continuo, alimenta al sol durante el día; por la noche deja de ser absorbido, y encerrado en las montañas se reconcentra en una región. Cuando ésta queda llena y no puede contener más, escapan las emanaciones por donde pueden, dirigiéndose todas al mismo punto; de aquí el viento. El viento, pues, se dirige a donde encuentra salida más libre y espacio mayor para recibir este conjunto de vapores. Prueba de ello es que durante la primera parte de la noche no hay vientos, porque entonces es cuando comienzan a acumularse estos vapores que rebosan ya al amanecer y buscan salida dirigiéndose al punto que presenta más vacíos y donde se abre campo más vasto y libre. Añado que el sol naciente les estimula, hiriendo el aire frío. Porque antes de que despunte, su luz obra ya; todavía no impresionan sus rayos al aire, y ya su luz le provoca e irrita. Pero en cuanto aparece, atrae hacia arriba una parte de estos vapores y disuelve la otra con su calor. Así es que estas corrientes de aire no pueden durar después de la aurora; toda su fuerza desaparece ante el sol; las más violentas aflojan al mediodía, y nunca se prolongan hasta la tarde. Los otros vientos son más débiles, menos continuos y siempre están en relación con las causas más o menos enérgicas que los originan.

IX. ¿Por qué son estos vientos más fuertes en primavera y verano? En el resto del año son tan débiles que no pueden hinchar las velas. Consiste en que la primavera es estación húmeda, y la considerable cantidad de aguas y de parajes saturados y empapados por la humedad natural del aire aumenta la evaporación. ¿Y por qué soplan lo mismo en verano? Porque después de ocultarse el sol, dura aún el calor del día y persevera por mucha parte de la noche, facilitando la salida de los vapores, atrayendo fuertemente, todas las emanaciones espontáneas de la tierra, y faltándole después fuerzas para consumirlas. Así, pues, la duración de las emanaciones y exhalaciones de la tierra y de las aguas es más prolongada que en tiempos ordinarios, por lo cual el sol, al salir, produce vientos, no solamente por su calor, sino que también por percusión. Porque la luz que, como ya dije precede al sol, no calienta todavía el aire, sino que lo hiere. Herido así, el aire escapa lateralmente. Sin embargo, no podría conceder yo que la luz exista por sí misma sin calor, puesto que el calor la produce. Tal vez no tenga tanto calor como haría creer su acción, pero no por eso deja de producir su efecto separando y disipando los vapores condensados. Los parajes mismos que la celosa naturaleza hizo impenetrables al sol, quedan calentados por una luz triste y nebulosa, siendo menos fríos de día que de noche. Además, propio es del calor expulsar y rechazar lejos de él las nieblas. El sol, por consiguiente, debe hacer lo mismo, por lo que algunos han creído que el viento parte del mismo punto que el sol. Que esto sea falso, lo demuestra el hecho de que el viento empuja por todos lados y se navega a velas desplegadas hacia Oriente. Esto no sucedería si el viento procediese siempre del lado del sol.

X. Los vientos etesios, de los que algunos quieren sacar argumento, no prueban lo que se pretende. Diré primero lo que sostienen, y después por qué lo rechazo. Los vientos etesios, dicen, no soplan en invierno; siendo entonces muy cortos los días, desaparece el sol antes de vencer el frío, pudiendo aglomerarse y endurecerse las nieves. Estos vientos no comienzan hasta el verano, cuando los días son más largos y el sol nos manda sus rayos en línea perpendicular. Es, pues, verosímil que las nieves, heridas por un calor más penetrante, exhalen mayor humedad, y que las tierras a su vez libres de ella, puedan respirar más fácilmente. Así, pues, de la parte septentrional del cielo se desprende mayor cantidad de corpúsculos que refluyen a las regiones bajas y templadas. De aquí los etesios; y si comienzan en el solsticio y no duran más allá de la canícula, es porque ya ha sido rechazada hacia nosotros gran parte de las emanaciones septentrionales, mientras que cuando el sol, cambiando de dirección, se encuentra más perpendicular sobre nosotros, atrae a sí una parte del aire y rechaza la otra. De esta manera el aliento de los vientos etesios templa el verano y nos preserva del calor abrumador de los meses más ardientes.

XI. Ahora, como he prometido, debo explicar por qué estos vientos etesios no ayudan en nada ni suministran ninguna prueba a mis adversarios. Decimos que la aurora excita al viento, que decae en cuanto los rayos del sol tocan el aire. Ahora bien, los marineros llaman a los etesios dormilones y perezosos, porque, como dice Galión, no se levantan temprano y no comienzan a presentarse hasta la hora en que han cesado los vientos más persistentes, lo cual no sucedería si el sol los absorbiese como a los otros. Añade a esto, que si fuese su causa la duración del día, deberían soplar antes del solsticio, época en que los días son más largos y más activa la licuación de las nieves. En el mes de julio el suelo está ya despejado, o al menos muy pocos terrenos están cubiertos aún por la nieve.

XII. Hay vientos que salen de nubes que se rompen y disuelven al bajar. Llaman los Griegos a estos vientos , y he aquí cómo se forman, según mi opinión. Lanzando al aire la evaporación terrestre multitud de corpúsculos diferentes y desiguales en tamaño, secos unos y húmedos otros, cuando todas estas materias heterogéneas, que se repelen entre sí quedan reunidas en un solo conjunto, es verosímil que se formen nubes huecas, entre las que queden intervalos cilíndricos, estrechos, a manera de flautas. En estos intervalos queda encerrado un aire sutil, que tiende a dilatarse cuando el rozamiento de un paso angosto le calienta y aumenta su volumen; entonces rasga su envoltura y escapa, formando viento rápido casi siempre huracanado, en vista de la altura de que desciende y de la energía que le da su caída; porque no marcha libremente, sino que se encuentra comprimido y se abre paso con violencia. Esta fuerza ordinariamente dura poco. Como rompe las nubes que le aprisionaban, llega con impetuosidad, acompañándole algunas veces el trueno y el rayo. Esta clase de vientos son mucho más fuertes y duran mucho más cuando absorben en su carrera otros vientos nacidos de la misma manera, formando todos ellos uno solo: a la manera que los torrentes tienen módica anchura mientras corren solos, pero aumentados con la reunión de otras aguas, llegan a ser mucho mayores que los grandes ríos que corren constantemente. Puede creerse que lo propio sucede con los huracanes: duran poco mientras soplan aislados; pero cuando se asocian fuerzas, y el aire expulsado de muchas partes del cielo se reúne en uno solo, aumentan en ímpetu y duración.

XIII. La nube que se disuelve produce viento, y las nubes se disuelven de muchas maneras. Algunas veces el viento que encierra este globo de vapores, y que pugna por salir, lo rompe; otras por el calor del sol o por el que produce el choque y rozamiento de cuerpos enormes. Aquí podernos investigar, si te place, cómo se forman los torbellinos. Suele suceder con los ríos, que cuando corren sin obstáculo, su curso es regular y recto: si encuentran un peñasco que avanza desde la orilla al cauce, retroceden las aguas por falta de paso y se repliegan circularmente, girando y absorbiéndose hasta formar torbellino. Así también el viento, mientras nada le contraría, dilata sus fuerzas; pero rechazado por algún promontorio o estrechado por la angostura de dos montañas que forman estrecho canal, gira sobre sí mismo muchas veces y forma un torbellino semejante a los que se ven en los ríos, conforme acabamos de decir. Este viento, pues, movido circularmente, que gira sin cesar en derredor del mismo centro y se irrita en su mismo vértigo, se llama torbellino. Con más fuerza y persistencia en sus giros, se inflama y se convierte en lo que los Griegos llaman . Este es el torbellino de fuego. Estos torbellinos son casi tan peligrosos como el viento que escapa de las nubes; arrebatan las jarcias de las naves, y levantan las naves mismas. Vientos hay que engendran otros muy diferentes y que empujan al acaso en los aires en dirección muy diferente a la que ellos siguen. Diré en este punto lo que se me ocurre: así como la gota de agua que ya se inclina y va a caer, no cae sin embargo hasta que se le reúnen otras y aumentan su peso, que al fin la desprende y precipita; así también, mientras los movimientos del aire son ligeros y están repartidos por muchos puntos, no existe todavía viento, el cual no comienza hasta el momento en que todas estas tendencias parciales se reúnen en un solo impulso. El soplo y el viento solamente se diferencian en la intensidad: el soplo vehemente se llama viento; y por el contrario, la corriente muy leve de aire es soplo.

XIV. Repetiré ahora lo que antes dije: hay vientos que salen de las cavernas y grietas interiores de la tierra. El globo no es sólido y macizo en su interior, sino que está hueco en mucha parte,

….. et cæcis suspensa latebris (31)

Algunas.cavidades de éstas se encuentran completamente vacías y sin agua; y aunque ninguna claridad deja ver las modificaciones del aire, dirá sin embargo que en estas tinieblas hay nubes y nieblas. Porque las que hay sobre la tierra, no existen porque se ven, sino que se ven porque existen. No existen menos, por consiguiente, las nubes subterráneas por ser invisibles. Sabes sin duda que debajo de tierra corren ríos semejantes a los nuestros: unos tranquilamente, otros ruedan y se precipitan con estrépito contra fragosos parajes. ¿No me concederás también la existencia de lagos subterráneos, de aguas estancadas y privadas de salida? Si todo esto existe, el aire en estas cavidades ha de cargarse necesariamente de emanaciones que, pesando sobre las capas inferiores, dan origen al viento por efecto de la misma presión. Indispensable es, pues, admitir que las nubes subterráneas alimentan vientos que se nutren en la oscuridad, y que después de reunir bastantes fuerzas, vencen el obstáculo que les opone el terreno, o se apoderan de cualquier camino que se ofrece a su salida, para lanzarse sobre nosotros desde estas cavernas. Sabido es también que existen bajo tierra enormes cantidades de azufre y de otras sustancias igualmente inflamables. Cuando el viento penetra en estos parajes buscando salida, necesariamente enciende la llama con el rozamiento. Propágase extensamente el incendio; el aire que se encuentra bajo su acción se dilata, se agita y busca salida con terrible estremecimiento e impetuosos esfuerzos. Pero de esto trataré detalladamente cuando me ocupe de los terremotos.

XV. Permite que ahora te narre un suceso. Según refiere Asclepiodoto, Filipo hizo bajar un día considerable número de obreros a una mina antigua, abandonada desde mucho tiempo, para reconocer su riqueza y situación y ver si la avidez de sus antepasados había dejado algo para la posteridad. Bajaron los obreros provistos de antorchas para muchos días, y después de largo y fatigoso camino descubrieron ríos inmensos, enormes depósitos de aguas estancadas, parecidos a nuestros lagos, y sobre los cuales, en vez de declinar el terreno, se prolongaba en forma de bóveda, espectáculo que les infundió terror. Leí este relato con grande interés, y por él vi que los vicios de nuestra edad no son recientes, sino que, por deplorable tradición, remontan a los tiempos más apartados, y que no solamente en nuestros días registrando la avaricia las venas de la tierra y de las rocas, busca tesoros que la oscuridad no consigue ocultarnos. También nuestros mayores, a los que tanto celebramos, quejándonos de haber degenerado de ellos, con la esperanza de enriquecerse horadaron montañas, colocándose entre el lucro y la muerte. Antes de Filipo el Macedonio, existieron reyes que persiguiendo la riqueza hasta en los abismos más profundos, penetraban en esos antros a los que nada llega que pueda distinguir el día de la noche, dejando muy lejos a la espalda la luz. ¿Cuál era su esperanza? ¿Qué imperiosa necesidad ha encorvado anto al hombre, formado para mirar al cielo, que pudo hundirlo, sepultarlo en el seno mismo, en las entrañas de la tierra para que sacase el oro, tan peligroso de buscar como de poseer? ¡Por el oro abrió esas inmensas galerías, se arrastró en el barro en persecución de presa incierta, olvidó el sol, olvidó esta hermosa naturaleza de que se desterraba! Sobre ningún cadáver pesa tanto la tierra como sobre esos desgraciados que la inhumana avaricia arroja bajo masas gigantescas, privadas del cielo, sepultados en las profundidades que guardan ese veneno fatal. ¡Atreviéronse a bajar a un orden de cosas tan nuevo para ellos, entre aquellos terrenos suspendidos que amenazaban sus cabezas; atreviéndose a arrostrar los vientos que soplaban a lo lejos en el vacío, esos espantosos manantiales de aguas que no corren para nadie, y densa y eterna noche! ¡Y después, cuando esto hicieron, temen los infiernos!

XVI. Pero vuelvo a la cuestión de que tratamos: los vientos son cuatro, divididos en Levante, Poniente, Mediodía y Septentrión. Todos los demás, calificados con nombres tan diferentes, están contenidos en estos cuatro.

Eurus ad auroram Nabat hoeaque regna recessit,
Persidaque et radiis juga subdita matutinis.
Vesper et occiduo quoe, litora sole tepescunt,
Proxima sunt Zaphiro. Scythiam septemque triones
Horrifer invasit Boreas. Contraria tellus
Nubibus assiduis, pluvioque madescit ab Austro
(32).

O enumerándolos en menos palabras, congrégalos, lo cual es de todo punto imposible, en una sola tempestad:

Una Eurusque Notusque ruunt, creberque procellis
Africus
(33),

y también el cuarto, el Aquilón, aunque no tomase parte en la lucha. Otros cuentan doce vientos, subdividiendo en tres cada parte del cielo y añadiendo a cada viento dos subalternos. Este es el orden que establece el juicioso Varrón, orden que está muy justificado; porque el sol no sale ni se oculta siempre por los mismos puntos. En el equinoccio, que tiene lugar dos veces al año, su salida y ocaso no es igual a los del solsticio de invierno o al del verano. El viento que sopla del Oriente equinoccial, se llama entre nosotros Subsolano, y los Griegos le dan el nombre de . Del Oriente de invierno sopla el Euro, al que llamamos Vulturno. Tito Livio le da este nombre en el relato de aquella batalla funesta a los Romanos, en la que Anníbal supo poner a nuestro ejército de cara a la vez al sol saliente y al Vulturno, y nos venció ayudado por el viento y aquella luz que deslumbraba a sus adversarios. Varrón le aplica también el mismo nombre. Pero el euro ha obtenido ya el derecho de ciudadanía y no interviene en nuestro idioma como extranjero. Del Oriente solsticial viene el que los Griegos llaman y que entre nosotros no tiene nombre. El Occidente equinoccial nos manda el Favonio, que hasta los que ignoran el griego te dirán se llama Zéfiro. El Occidente solsticial da origen al Corus, al que algunos llaman Argestes, lo que no me parece exacto; porque el Corus es viento fuerte que no tiene más que una dirección, mientras que el Argestes es de ordinario suave, y es sensible para los que van como para los que vuelven. Del Occidente de invierno viene el Áfrico, viento furioso y rápido al que los Griegos llaman . Del lado septentrional del mundo, de la parte más elevada, sopla el Aquilón; de la que ocupa el medio, el Septentrión, y de la más baja el Tracio. Éste carece de nombre entre nosotros. En el Mediodía se forma el Euronoto, el Noto, llamado en latín Auster, y el Libonoto, que no tiene nombre en nuestra lengua.

XVII. Acepto esta división en doce vientos, no porque existen siempre tantos, puesto que la inclinación de las tierras excluye con frecuencia algunos, sino porque en ninguna parte hay más: de la misma manera que cuando decimos que hay seis casos, no es porque todo nombre tenga seis casos, sino porque ninguno tiene más de seis. Los que han sostenido que hay doce vientos se fundan en análoga división del cielo. El cielo se divide en cinco círculos que pasan por el eje del mundo. Estos son, el septentrional, el solsticial, el equinoccial, el brumal y el opuesto al septentrional. Añádese el sexto que separa la región superior del cielo de la inferior. Porque, como sabes, siempre tenemos una mitad del mundo sobre nuestras cabezas y otra bajo los pies. Ahora bien; los Griegos llaman esta línea que pasa entre la parte visible y la invisible, dándola nosotros el nombre de finitor o finiens. Debe añadirse a estos círculos el meridiano, que corta el horizonte en ángulos rectos. Algunos círculos de éstos corren transversalmente y cortan los otros en su encuentro, y necesariamente las divisiones del cielo han de ser tantas como estas intersecciones. Así, pues, el horizonte o círculo terminal, al cortar los cinco círculos que he mencionado, forma diez partes, cinco al Oriente y cinco al Occidente. El meridiano, que también corta al horizonte, da dos regiones más. Resulta, por tanto, que el aire admite doce divisiones y produce en consecuencia otros tantos vientos. Algunos son peculiares de determinadas comarcas y no salen de ellas, o no pasan de las inmediaciones. Estos no soplan de las partes laterales del mundo. El Atabulo azota la Apulia, el Japix la Calabria, el Scirón Atenas, el Categis la Pamfilia, el Circius la Galia; y aunque éste llega a derribar edificios, los habitantes le dan las gracias, porque creen deberle la salubridad de su cielo. Y es cierto que mientras permaneció Augusto en la Galia le dedicó un templo que mandó construir. Sería interminable si quisiera nombrar todos los vientos; porque casi no existe país que no tenga alguno que nazca en su territorio y desaparezca en sus inmediaciones.

XVIII. Entre las otras obras de la Providencia, esta merece mucha admiración, porque no por una causa sola dispuso los vientos en todas las regiones, sino que atendió en primer lugar a que el aire no se aglomerase, dándole con esta movilidad constante la propiedad vital indispensable a los que respiran. Hízolo así también para mandar a la tierra las aguas del cielo, y prevenir a la vez su excesiva abundancia: porque en tanto amontonan las nubes, en tanto las dispersan, a fin de repartir las lluvias en todo el orbe. El Austro las lleva a Italia; el Aquilón las rechaza al África; los vientos etesios no las dejan estacionar sobre nosotros. Estos mismos vientos, y en la misma época, derraman continuo riego sobre la India y la Etiopía. ¿Habré de añadir que las cosechas quedarían perdidas para el hombre, si el viento no separase la paja superflua del grano que ha de conservarse, si no ayudase al desarrollo de la espiga y no diese al trigo fuerza para romper la envoltura que lo cubre, a la que los labradores llaman folículo? ¿No es con el auxilio del viento como los pueblos comunican entre sí y se reúnen razas que había separado la distancia? ¡insigne beneficio de la naturaleza si el hombre en su locura no lo volviese en daño! Lo que Tito Livio y tantos otros han dicho de César, esto es, que ignoraba si hubiese sido mejor para la república su existencia o no existencia, puede decirse también de los vientos, porque su utilidad y necesidad no llegan a compensar todo lo que de ellos obtiene para su daño la demencia humana. Pero el bien no cambia de naturaleza, por culpa de los que abusan para perjudicar. Es indudable que cuando la Providencia, Dios, el gran artífice del universo, entregó el aire a los vientos que soplan de todos lados, para que nada pereciese por falta de movimiento, no fue para que flotas cargadas de armas y soldados recorriesen casi todas nuestras costas y marchasen al Océano o más allá del Océano buscándonos enemigos. ¿Qué demencia nos agita y lleva a esta mutua destrucción? Corremos a velas desplegadas al encuentro de las batallas, y buscamos peligros que llevan a otros peligros. Arrostramos la incierta fortuna, el furor de esas tempestades que el hombre no puede vencer, y la muerte sin esperanza de sepultura. ¡Ni la paz misma debería perseguirse por tales caminos! Y nosotros que hemos escapado de tantos escollos invisibles, del peligro de los bajos sembrados por do quiera, de esos cabos tan temibles contra los que empujan los vientos a los navegantes, de esas tinieblas que velan el día, de esas noches espantosas más oscuras, aún que solamente ilumina el rayo, de esos torbellinos que destrozan las naves, ¿qué fruto conseguiremos de tantas fatigas y terrores? Extenuados por tantos males, ¿qué puerto nos recibirá? La guerra, una playa cubierta de enemigos, naciones que destruir y que arrastrarán en mucha parte al vencedor en su ruina, ciudades antiguas que incendiar. ¿Por qué armamos a los pueblos? ¿por qué formamos esos ejércitos y los ponemos en orden de batalla sobre las olas? ¿por qué inquietamos los mares? ¡Tan pequeña es la tierra para nuestras discordias! La fortuna nos trata con excesiva dulzura; nos da cuerpos demasiado robustos y salud demasiado feliz. ¡El destino no nos diezma con bastante rapidez, y cada cual puede fijar a su gusto la medida de sus años y llegar suavemente a la vejez! Debemos ir al mar y desafiar allí al destino, demasiado lento para alcanzarnos. ¡Desgraciados! ¿que buscáis? ¿La muerte que en todas partes está? De vuestro mismo lecho os arrancará, y al menos, que os arranque inocente; os cogerá en vuestro mismo hogar, pero que no os coja meditando el daño. ¿De qué otra manera hemos de llamar, sino locura, esa propensión a propagar el estrago, a caer furiosamente sobre desconocidos, a devastarlo todo al pasar sin ser provocados, y a herir sin odio, como la fiera? Esta al menos no muerde jamás como no sea para vengarse o satisfacer su hambre; pero nosotros, pródigos de la sangre ajena y de la propia, surcamos los mares, los llenamos de armadas, entregamos nuestra vida a las tempestades, imploramos vientos favorables, y son favorables los que nos llevan a la matanza. Siendo malos, ¿hasta dónde nos ha llevado nuestra maldad? La tierra era pequeña para nuestros furores. Así aquel necio rey de Persia invadió la Grecia, a la que no pudo vencer su ejército aunque la llenó. Así Alejandro atravesó la Bactris y las Indias, quiso conocer lo que había más allá del mar grande, y se indignó de que el mundo tuviese límites para él. Así la avidez hace a Craso víctima de los Parthos, no conmoviéndole ni las imprecaciones del tribuno que le llama, ni las tempestades de tan larga navegación, ni los rayos proféticos que estallan cerca del Éufrates, ni los dioses que le rechazan. A pesar del enojo de los dioses y de los hombres, irá al país del oro. Luego no se diría sin razón que mejor fuera para nosotros que la naturaleza hubiese encadenado el soplo de los vientos, poniendo coto a tantas carreras insensatas y obligando a cada uno a permanecer en el suelo en que nace. No ganando nada en otra parte, limitaríanse a hacerse daño a sí mismos y a los suyos. Pero no tenemos bastantes males con los domésticos; debemos padecer también en tierra extraña. No hay comarca, por lejana que sea, que no pueda enviar a otra parte los males que encierra. ¿Quién puede decirme si hoy mismo el jefe de algún pueblo desconocido, colmados de los favores de la fortuna, no aspira a llevar sus armas más allá de sus fronteras y equipa flotas con ocultos destinos? ¿Quién puede decirme si tal o cual viento me traerá la guerra? ¡Parte importantísima era para la paz humana que los mares nos estuviesen cerrados! Sin embargo, como antes dije, no podemos quejarnos de Dios, autor nuestro, cuando corrompemos sus beneficios usándolos en sentido contrario a sus designios. Nos dio los vientos para mantener la temperatura del cielo y de la tierra, para atraer o retrasar las lluvias, para poder alimentar las mieses y los frutos de los árboles; la misma agitación que producen apresura, en compañía de otras causas, la madurez; ellos también hacen subir la savia, cuya aglomeración se impide con el movimiento. Nos ha dado los vientos para descubrir lo que hay más allá de los mares; porque el hombre sería el más ignorante de los animales y sería el que tendría menos experiencia de las cosas, si quedase circunscrito al suelo natal. Nos ha dado los vientos para que lo bueno de cada comarca fuese común a todas, y no para trasladarle legiones, caballería y las armas más perniciosas de los pueblos. Si apreciásemos los dones de la naturaleza por el uso perverso que de ellos se hace, todos los habríamos recibido para nuestro daño. ¿Para qué sirve ver? ¿o para qué hablar? ¿Para quién no es la vida misma un tormento? Nada, encontrarás tan útil bajo todos conceptos, que el crimen no pueda convertirlo en arma peligrosa. También formó la naturaleza los vientos con el designio de que fuesen un bien: nosotros hemos hecho de ellos lo contrario. No tienen todos las mismas razones para navegar, pero ninguno las tiene legítimas; diversos deseos nos llevan a tentar el peligroso camino, pero siempre para satisfacer algún vicio Platón dijo admirablemente, y al terminar aducimos su testimonio: «Cosas mínimas son las que el hombre compra con su vida». Así, pues, caro Lucilio, si aprecias bien la locura de los hombres, es decir, la nuestra, porque en el mismo torbellino giramos, mucho reirás cuando nos veas preparar para vivir aquello en que se consume la vida.