LA GUERRA DE LAS GALIAS – Libro IV
Guerra contra usipetos y tencteros. Primera expedición a Britania
Los Comentarios sobre la guerra de las Galias (Commentarii de bello Gallico o, de manera abreviada, De bello Gallico) fueron una serie de siete libros escritos por Gayo Julio César en tercera persona durante la Guerra de las Galias y publicados tras su finalización (más un octavo libro continuador por Aulo Hircio). César publica estos libros a manera de defensa propia, cuando sus enemigos en Roma comenzaron a desparramar rumores en su contra e intentaron proscribirlo, algo que podía poner seriamente en riesgo su vida. Al relatar sus victorias y hazañas en la guerra contra los galos, César buscó ganar el apoyo del pueblo y el favor del ejército. Para entender el contexto histórico de dicho período histórico puede leer el siguiente artículo. Estos libros se consideran como una obra antecesora a los Comentarios de la guerra civil. De bello Gallico es una obra no solo de importante valor histórico y militar, es también un rico tratado sobre las culturas, tradiciones y costumbres de los pueblos galos.
Nota: Las anotaciones pueden hallarse al final de la página. Así mismo también pueden hallarse las anotaciones realizadas por Napoleón Bonaparte.
De bello Gallico
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Libro IV
I. Al invierno siguiente, siendo cónsules Cneo Pompeyo y Marco Craso, los usipetes y tencteros de la Germania, en gran número, pasaron el Rin hacia su embocadura en el mar. La causa de su trasmigración fue que los suevos, con la porfiada guerra de muchos años no los dejaban vivir ni cultivar sus tierras. Es la nación de los suevos la más populosa y guerrera de toda la Germania. Dícese que tienen cien merindades, cada una de las cuales contribuye anualmente con mil soldados para la guerra. Los demás quedan en casa trabajando para sí y los ausentes. Al año siguiente alternan; van éstos a la guerra, quedándose los otros en casa. De esta suerte no se interrumpe la labranza y está suplida la milicia. Pero ninguno de ellos posee aparte terreno propio, ni puede morar más de un año en su sitio; su sustento no es tanto de pan como de leche y carne, y son muy dados a la caza. Con eso, con la calidad de los alimentos, el ejercicio continuo, y el vivir a sus anchuras (pues no sujetándose desde niños a oficio ni arte, en todo por todo hacen su voluntad), se crían muy robustos y agigantados. Es tanta su habitual dureza, que siendo tan intensos los fríos de estas regiones, no se visten sino de pieles, que por ser cortas, dejan al aire mucha parte del cuerpo, y se bañan en los ríos.
II. Admiten a los mercaderes, más por tener a quien vender los despojos de la guerra, que por deseo de comprarles nada. Tampoco se sirven de bestias de carga traídas de fuera, al revés de los galos, que las estiman muchísimo y compran muy caras, sino que a las suyas nacidas y criadas en el país, aunque de mala traza y catadura, con la fatiga diaria las hacen de sumo aguante. Cuando pelean a caballo, se apean si es menester, y prosiguen a pie la pelea; y teniéndolos enseñados a no menearse del puesto, en cualquier urgencia vuelven a montar con igual ligereza. No hay cosa en su entender tan mal parecida y de menos valer como usar de jaeces. Así, por pocos que sean, se atreven con cualquier número de caballos enjaezados. No permiten la introducción del vino, por juzgar que con él se hacen los hombres regalones, afeminados y enemigos del trabajo.
III. Tienen por la mayor gloria del Estado el que todos sus contornos por muchas leguas estén despoblados, como en prueba de que gran número de ciudades no ha podido resistir a su furia. Y aun aseguran que por una banda de los suevos no se ven sino páramos en espacio de seiscientas millas. Por la otra caen los ubios, (70) cuya república fue ilustre y floreciente para entre los germanos; y es así que, respecto de los demás nacionales, están algo más civilizados, porque frecuentan su país muchos mercaderes navegando por el Rin, en cuyas riberas habitan ellos, y por la vecindad con los galos se han hecho a sus modales. Los suevos han tentado muchas veces con repetidas guerras echarlos de sus confines, y aunque no lo han logrado por la grandeza y buena constitución del gobierno, sin embargo los han hecho tributarios, y los tienen ya mucho más humillados y enflaquecidos.
IV. Semejante fue la suerte de los usipetes y tencteros arriba mencionados, los cuales resistieron también muchos años a las armas de los suevos; pero al cabo, echados de sus tierras, después de haber andado tres años errantes por varios parajes de Germania, vinieron a dar en el Rin por la parte que habitan los menapios en cortijos y aldeas a las dos orillas del río; los cuales, asustados con la venida de tanta gente, desampararon las habitaciones de la otra orilla, y apostando en la de acá sus cuerpos de guardia, no dejaban pasar a los germanos. Éstos, después de tentarlo todo, viendo no ser posible el paso ni a osadas por falta de barcas, ni a escondidas por las centinelas y guardias de los menapios, fingieron que tornaban a sus patrias. Andadas tres jornadas, dieron otra vez la vuelta, y desandado a caballo todo aquel camino en una noche, dieron de improviso sobre los menapios cuando más desapercibidos y descuidados estaban, pues certificados de sus atalayas del regreso de los germanos, habían vuelto sin recelo a las granjas de la otra parte del Rin. Muertos éstos, y cogidas sus barcas, pasaron el río antes que los menapios de ésta supiesen nada, con que apoderados de todas sus caserías, se sustentaron a costa de ellos lo restante del invierno.
V. Enterado César del caso, y recelando de la ligereza de los galos, que son voltarios en sus resoluciones, y por lo común noveleros, acordó de no confiarles nada. Tienen los galos la costumbre de obligar a todo pasajero a que se detenga, quiera o no quiera, y de preguntarle qué ha oído o sabe de nuevo; y a los mercaderes en los pueblos, luego que llegan, los cerca el populacho, importunándolos a que digan de dónde vienen, y qué han sabido por allá. Muchas veces, sin más fundamento que tales hablillas y cuentos, toman partido en negocios de la mayor importancia, de que forzosamente han de arrepentirse muy presto, gobernándose por voces vagas, y respondiéndoles los más, a trueque de complacerles, una cosa por otra.
VI. Como César sabía esto, por no dar ocasión a una guerra más peligrosa, parte para el ejército antes de lo que solía. Al llegar halló ser ciertas todas sus sospechas: que algunas ciudades habían convidado por sus embajadores a los germanos a dejar el Rin, asegurándoles que tendrían a punto todo cuanto pidiesen, y que los germanos, en esta confianza, ya se iban alargando más y más en sus correrías hasta entrar por tierras de los eburones y condrusos, que son dependientes de Tréveris. César, habiendo convocado a los jefes nacionales, determinó no darse por entendido de lo que sabía, sino que, acariciándolos y ganándoles la voluntad, y ordenándoles que tuviesen pronta la caballería, declara la guerra contra la Germania.
VII. Proveído, pues, de víveres y de caballería escogida, dirigió su marcha hacia donde oía que andaban los germanos. Estando ya a pocas jornadas de ellos, le salieron al encuentro sus embajadores, y le hablaron de esta manera: «Los germanos no quieren ser los primeros en declarar la guerra al Pueblo Romano, ni tampoco la rehusan en caso de ser provocados. Por costumbre aprendida de sus mayores deben resistir y no pedir merced a gestor alguno; debe saber una cosa y es que vinieron contra su voluntad desterrados de su patria. Si los romanos quieren su amistad, podrá serles útil sólo con darles algunas posesiones o dejarles gozar de las que hubiesen conquistado; que a nadie conocen ventaja sino a solos los suevos, a quienes ni aun los dioses inmortales pueden contrastar; fuera de ellos, ninguno hay en el mundo a quien no puedan sojuzgar».
VIII. A tales proposiciones respondió César lo que juzgó a propósito, y cuya conclusión fue: «que no podía tratar de amistad mientras no desocupasen la Galia, no siendo conforme a razón que vengan a ocupar tierras ajenas los que no han podido defender las propias; que no había en la Galia campos baldíos que poder repartir sin agravio, mayormente a tanta gente, pero les daría licencia, si quisiesen, para morar en el distrito de los ubios, cuyos embajadores se hallaban allí a quejarse de las injurias de los suevos y pedirle socorro; que se ofrecía él a recabarlos de los ubios».
IX. Dijeron los germanos que darían parte a los suyos, y volverían con la respuesta al tercer día. Suplicáronle que en tanto no pasase adelante. César dijo que ni tampoco eso podía concederles; y es que había sabido que algunos días antes destacaron gran parte de la caballería a pillar y forrajear en el país de los ambivaritos, (71) al otro lado del río Mosa; aguardábanla, a su parecer, y por eso pretendían la tregua.
X. El río Mosa nace en el monte Vauge, adyacente al territorio de Langres, y con un brazo que recibe del Rin, y se llama Vael, forma la isla de Batavia, y a ochenta millas de dicho monte desagua el Océano. El Rin tiene sus fuentes en los Alpes, donde habitan los leponcios, (72) y corre muchas leguas rápidamente por las regiones de los nantuates, helvecios, secuanos, metenses, tribocos, trevirenses. Al acercarse al Océano, se derrama en varios canales, con que abraza muchas y grandes islas, por la mayor parte habitadas de naciones bárbaras y fieras, entre las cuales se cree que hay gentes que se mantienen solamente de la pesca y de los huevos de las aves, hasta que, por fin, por muchas bocas entra en el Océano.
XI. Hallándose César a doce millas no más de distancia del enemigo, vuelven los embajadores, según lo concertado, y saliéndole al encuentro, le rogaban encarecidamente que se detuviese. Habiéndoselo negado, instaban «que siquiera enviase orden a la caballería que iba delante que no cometiese hostilidades, y a ellos entre tanto les diese facultad de despachar una embajada a los ubios, que como sus príncipes y el Senado les concediesen salvoconducto con juramento, prometían estar a lo que César dispusiese. Que para ejecutar lo dicho, les otorgase plazo de tres días». Bien echaba de ver César que todo esto se urdía con el mismo fin de que durante el triduo volviese a tiempo la caballería destacada. No obstante, respondióles que aquel día no caminaría sino cuatro millas para llegar a paraje donde hubiese agua; que al siguiente viniesen a verse con él los más que pudiesen, y examinaría entonces sus pretensiones. Envía luego orden a los capitanes que le precedían con la gente de a caballo que no provocasen al enemigo a combate, y que siéndolo ellos, aguantasen la carga mientras él llegaba con el ejército.
XII. Pero los enemigos, luego que descubrieron nuestra caballería, compuesta de cinco mil hombres, puesto que no eran más de ochocientos los suyos, porque los idos al forraje del otro lado del Mosa no eran todavía vueltos, estando sin ningún recelo los nuestros, fiados en que sus embajadores acababan de despedirse de César y que los mismos habían solicitado las treguas de este día, acometiendo de rebato en un punto, desordenando a los nuestros. Volviendo éstos a rehacerse, los enemigos conforme a su disciplina, echan pie a tierra, y derribando a varios con desjarretarles los caballos, pusieron a los demás en fuga, infundiéndoles tal espanto, que no cesaron de huir hasta tropezar con nuestro ejército. En este reencuentro perecieron setenta y cuatro de los nuestros, entre ellos Pisón el Aquitano, varón fortísimo y de nobilísimo linaje, cuyo abuelo, siendo rey de su nación, logró de nuestro Senado el renombre de amigo. Este tal, acudiendo al socorro de su hermano cercado de los enemigos, lo libró de sus manos; él, derribado del caballo, que se lo hirieron, mientras pudo, se defendió como el más valeroso. Como rodeado por todas partes, acribillado de heridas, cayese en tierra, y de lejos lo advirtiese su hermano retirado ya del combate, metiendo espuelas al caballo, se arrojó a los enemigos y también quedó muerto.
XIII. Después de esta función veía César no ser prudencia dar ya oídos a embajadas, ni escuchar proposiciones de los que dolosamente y con perfidia, tratando de paz, le hacían guerra. El aguardar a que se aumentasen las tropas enemigas y volviese su caballería, teníalo, por otra parte, por grandísimo desvarío; demás que atenta la mutabilidad de los galos, consideraba cuan alto concepto habrían ya formado de los enemigos por un choque solo, y no era bien darles más tiempo para maquinar otras novedades. Tomada esta resolución, y comunicada con los legados y el cuestor, para no atrasar ni un día la batalla, ocurrió felizmente que luego, al siguiente, de mañana, vinieron a su campo muchos germanos con sus cabos y ancianos usando de igual alevosía y ficción, so color de disculparse de haber el día antes quebrantado la tregua contra lo acordado y pedido por ellos mismos, como también para tentar si, dando largas, podían conseguir nuevas treguas. Alegróse César de tan buena coyuntura, y mandó que los arrestasen; (74) y sin perder tiempo, alzo el campo, haciendo que la caballería siguiese a la retaguardia, por considerarla intimidada con la reciente memoria de su derrota.
XIV. Repartido el ejército en tres cuerpos, con una marcha forzada de ocho millas se puso sobre los reales de los enemigos primero que los germanos lo echasen de ver. Los cuales, sobrecogidos de todo punto, sin acertar a tomar consejo ni las armas, así por la celeridad de nuestra venida como por la ausencia de los suyos, no acababan de atinar si sería mejor hacer frente al enemigo, o defender los reales, o salvarse por medio de la fuga, manifestándose su terror por los alaridos y batahola que traían. Nuestros soldados, hostigados de la traición del otro día, embistieron los reales; aquí los que de pronto pudieron tomar las armas hicieron alguna resistencia, combatiendo entre los carros y el fardaje, pero la demás turba de niños y mujeres (que con todos los suyos salieron de sus tierras y pasaron el Rin) echaron luego a huir unos tras otros, en cuyo alcance destacó César la caballería.
XV. Los germanos, sintiendo detrás la gritería, y viendo degollar a los suyos, arrojadas las armas y dejadas las banderas, desampararon los reales; y llegados al paraje donde se unen el Mosa y el Rin,74 siendo ya imposible la huida, después de muchos muertos, los demás se precipitaron al río, donde, sofocados del miedo, del cansancio y del ímpetu de la corriente, se ahogaron. Los nuestros, todos con vida, sin faltar uno, con muy pocos heridos se recogieron a sus tiendas, libres ya del temor de guerra tan peligrosa, pues el número de los enemigos no bajaba de cuatrocientos treinta mil. César dio a los arrestados licencia de partirse. Mas ellos temiendo las iras y tormentos de los galos, cuyos campos saquearon, escogieron quedarse con él y César les concedió plena libertad.
XVI. Fenecida esta guerra de los germanos, César se determinó a pasar el Rin por muchas causas, siendo de todas la más justa, que ya que los germanos con tanta facilidad se movían a penetrar por la Galia, quiso meterlos en cuidado de sus haciendas con darles a conocer que también el ejército romano tenía maña y atrevimiento para pasar el Rin. Añadíase a eso, que aquel trozo de caballería de los usipetes y tencteros, que antes dije haber pasado el Mosa con el fin de pillar y robar, y no se halló en la batalla, sabida la rota de los suyos, se había retirado al otro lado del Rin a tierras de los sicambros, y confederádose con ellos. Requeridos éstos por César para que se los entregasen como enemigos declarados suyos y de la Galia, respondieron: «que el Imperio romano terminaba en el Rin; y si él se daba por agraviado de que los germanos contra su voluntad pasasen a la Galia, ¿con qué razón pretendía extender su imperio y jurisdicción más allá del Rin?» Por el contrario los ubios, que habían sido los únicos que de aquellas partes enviaron embajadores a César, entablando amistad y dando rehenes, le instaban con grandes veras viniese a socorrerlos, porque los suevos los tenían en grave conflicto; que si los negocios de la república no se lo permitían, se dejase ver siquiera con el ejército al otro lado del Rin; que esto sólo bastaría para remediarse de presente, y esperar en lo por venir mejor suerte, siendo tanto el crédito y fama de los romanos aun entre los últimos germanos después de la rota de Ariovisto y esta última victoria, que con sola su sombra y amistad podían vivir seguros. A este fin le ofrecieron gran número de barcas para el transporte de las tropas.
XVII. César, por las razones ya insinuadas, estaba resuelto a pasar el Rin; mas hacerlo en barcas ni le parecía bien seguro ni conforme a su reputación y a la del Pueblo Romano. Y así, dado que se le presentaba la suma dificultad de alzar puente sobre río tan ancho, impetuoso y profundo, todavía estaba fijo en emprenderlo, o de otra suerte no transportar el ejército. La traza, pues, que dio (75) fue ésta. Trababa entre sí con separación de dos pies dos maderos gruesos pie y medio, puntiagudos en la parte inferior, y largos cuanto era hondo el río; metidos éstos y encajados con ingenios dentro del río, hincábanlos con mazas batientes, no perpendicularmente a manera de postes, sino inclinados y tendidos hacia la corriente del río. Luego más abajo, a distancia de cuarenta pies, fijaba enfrente de los primeros otros dos trabados del mismo modo y asestados contra el ímpetu de la corriente; de parte a parte atravesaban vigas gruesas de dos pies a medida del hueco entre las junturas de los maderos, en cuyo intermedio eran encajadas, asegurándolas de ambas partes en la extremidad con dos clavijas; las cuales separadas y abrochadas al revés una con otra, consolidaban tanto la obra y eran de tal arte dispuestas, que cuando más batiese la corriente, se apretaban tanto más unas partes con otras. Extendíase por encima la tablazón a lo largo, y cubierto todo con travesaños y zarzos, quedaba formado el piso. Con igual industria por la parte inferior del río se plantaban puntales inclinados y unidos al puente, que como machones resistían a la fuerza de la corriente; y asimismo palizadas de otros semejantes a la parte arriba del puente a alguna distancia, para que si los bárbaros con intento de arruinarle, arrojasen troncos de árboles o barcones, se disminuyese la violencia del golpe y no empeciesen al puente.
XVIII. Concluida toda la obra a los diez días que se comenzó a juntar el material, pasa el ejército. César, habiendo puesto buena guarnición a la entrada y salida del puente, va contra los sicambros. Viénenle al camino embajadores de varias naciones pidiéndole la paz y su amistad; responde a todos con agrado, y manda le traigan rehenes. Los sicambros desde que se principió la construcción del puente, concertada la fuga a persuasión de los tencteros y usipetes, que alojaban consigo, cargando con todas sus cosas, desamparadas sus tierras, se habían guarecido en los desiertos y bosques.
XIX. César, habiéndose detenido aquí algunos días en quemar todas las aldeas y caserías y segar las mieses, retiróse a la comarca de los ubios; y ofreciéndoles su ayuda, si los suevos continuasen sus extorsiones, vino a entender que éstos, apenas se certificaron por sus espías que se iba fabricando el puente, habido según costumbre su consejo, despacharon mensajeros por todas partes, avisando que abandonasen sus pueblos, y poniendo a recaudo en los bosques sus hijos, mujeres y haciendas, todos los de armas llevar acudiesen a cierto sitio; el señalado era como el centro de las regiones ocupadas por los suevos, que allí esperaban la venida de los romanos resueltos a no pelear en otra parte. Con estas noticias, viendo César finalizadas todas las cosas que le movieron al pasaje del ejército, y fueron, meter miedo a los germanos, vengarse de los sicambros, librar de la opresión a los ubios, gastados sólo dieciocho días al otro lado del Rin, pareciéndole haberse granjeado bastante reputación (76) y provecho, dio la vuelta a la Galia y deshizo el puente.
XX. Al fin ya del estío, aunque en aquellas partes se adelanta el invierno por caer toda la Galia al Norte, sin embargo, intentó hacer un desembarco en Bretaña (77) por estar informado que casi en todas las guerras de la Galia se habían suministrado de allí socorros a nuestros enemigos; que aun cuando la estación no le dejase abrir la campaña, todavía consideraba ser cosa de suma importancia ver por sí mismo aquella isla, reconocer la calidad de la gente, registrar los sitios, los puertos y las calas; cosas por la mayor parte ignoradas (78) de los galos, pues por maravilla hay quien allá navegue fuera de los mercaderes, y ni aun éstos tienen más noticia que de la costa y de las regiones que yacen frente de la Galia. En efecto, después de haberlos llamado de todas partes, nunca pudo averiguar ni la grandeza de la isla, ni el nombre y el número de las naciones que habitaban en ella, ni cuál fuese su ejército en las armas, ni con qué leyes se gobernaban, ni qué puertos había capaces de muchos navíos de alto bordo.
XXI. Para enterarse previamente de todo esto, despachó a Cayo Voluseno, de quien estaba muy satisfecho, dándole comisión de que, averiguado todo, volviese con la razón lo más presto que pudiera. Entre tanto marchó él con su ejército a los morinos, porque desde allí era el paso más corto para la Bretaña. Aquí mandó juntar todas las naves de la comarca y la escuadra empleada el verano antecedente en la guerra de Vannes. En esto, sabido su intento, y divulgado por los mercaderes entre los isleños, vinieron embajadores de diversas ciudades de la isla a ofrecerle rehenes y prestar obediencia al Pueblo Romano. Dióles grata audiencia y buenas palabras, y exhortándolos al cumplimiento de sus promesas, los despidió, enviando en su compañía a Comió Atrebatente, a quien él mismo, vencidos los de su nación, coronó rey de ella. Era un hombre de cuyo valor, prudencia y lealtad no dudaba, y cuya reputación era grande entre los de Bretaña. Encárgale César que se introduzca en todas las ciudades que pueda, y las exhorte a la alianza del Pueblo Romano, asegurándolas de su pronto arribo. Voluseno, registrada la isla según que le fue posible, no habiéndose atrevido a saltar en tierra y fiarse de los bárbaros, volvió al quinto día a César con noticia de lo que había en ella observado.
XXII. Durante la estancia de César en aquellos lugares con motivo de aprestar las naves, viniéronle diputados de gran parte de los morinos a excusarse de los levantamientos pasados; que por ser extranjeros, y poco enseñados a nuestros usos, habían hecho la guerra, y que ahora prometían estar a cuanto les mandase. Pareciéndole a César hecha en buena coyuntura la oferta, pues ni quería dejar enemigos a la espalda, ni la estación le permitía emprender guerras, ni juzgaba conveniente anteponer a la expedición de Bretaña el ocuparse en estas menudencias, mándales entregar gran número de rehenes. Hecha la entrega, los recibió en su amistad. Aprestadas cerca de ochenta naves de transporte, que a su parecer bastaban para el embarco de dos legiones, lo que le quedaba de galeras repartió entre el cuestor, legados y prefectos. Otros dieciocho buques de carga, que por vientos contrarios estaban detenidos a ocho millas de allí sin poder arribar al puerto, destinólos para la caballería. El resto del ejército lo dejó a cargo de los tenientes generales Quinto Titurio Sabino y Lucio Arunculeyo Cota, para que los condujesen a los menapios y ciertos pueblos de los morinos que no habían enviado embajadores. La defensa del puerto encomendó al legado Quinto Sulpicio Rufo con la guarnición competente.
XXIII. Dadas estas disposiciones, con el primer viento favorable izó velas a la medianoche; y mandó pasar la caballería al puerto de más arriba con orden de que allí se embarcase y le siguiese. Como ésta no hubiese podido hacerlo tan presto, él con las primeras naos cerca de las cuatro del día (79) tocó en la costa de Bretaña, donde observó que las tropas enemigas estaban en armas ocupando todos aquellos cerros. La playa, por su situación, estaba tan estrechada de los montes, que desde lo alto se podía disparar a golpe seguro a la ribera. No juzgando esta entrada propia para el desembarco, se mantuvo hasta las nueve sobre las áncoras aguardando a los demás buques. En tanto, convocando los legados y tribunos, les comunica las noticias que le había dado Voluseno, y juntamente las órdenes de lo que se había de hacer, advirtiéndoles estuviesen prontos a la ejecución de cuanto fuese menester a la menor insinuación y a punto, según lo requería la disciplina militar, y más en los lances de marina, tan variables y expuestos a mudanzas repentinas. Con esto los despidió, y logrando a un tiempo viento y creciente favorable, dada la señal, levó áncoras, y navegando adelante, dio fondo con la escuadra ocho millas de allí en una playa exenta y despejada.
XXIV. Pero los bárbaros, penetrado el designio de los romanos, adelantándose con la caballería y los carros armados, de que suelen servirse en las batallas, y siguiendo detrás con las demás tropas, impedían a los nuestros el desembarco. A la verdad el embarazo era sumo, porque los navíos por su grandeza, no podían dar fondo sino mar adentro. Por otra parte, los soldados en parajes desconocidos, embargadas las manos, y abrumados con el grave peso de las armas, a un tiempo tenían que saltar de las naves, hacer pie entre las olas y pelear con los enemigos; cuando ellos, a pie enjuto, o a la lengua del agua, desembarazados totalmente y con conocimiento del terreno, asestaban intrépidamente sus tiros y espoleaban los caballos amaestrados. Con estos incidentes, acobardados los nuestros, como nunca se habían visto en tan extraño género de combate, no todos mostraban aquel brío y ardimiento que solían en las batallas dé tierra.
XXV. Advirtiéndolo César, ordenó que las galeras cuya figura fuese más extraña para los bárbaros, y el movimiento más veloz para el caso, se separasen un poco de los transportes, y a fuerza de remos se apostasen contra el costado descubierto de los enemigos, de donde con hondas, trabucos y ballestas los arredrasen y alejasen. Esto alivió mucho a los nuestros, porque atemorizados los bárbaros de la extrañeza de los buques, del impulso de los remos, y del disparo de tiros nunca visto, pararon y retrocedieron un poco. No acabando todavía de resolverse los nuestros, especialmente a vista de la profundidad del agua, el alférez mayor de la décima legión, enarbolando el estandarte, e invocando en su favor a los dioses: «Saltad, dijo, soldados, al agua, si no queréis ver el águila en poder de los enemigos. (80) Por lo menos ya habré cumplido con lo que debo a la República y a mi general. » Dicho esto a voz en grito, se arrojó al mar y empezó a marchar con el águila derecho a los enemigos. Al punto los nuestros, animándose unos a otros a no pasar por tanta mengua, todos a una saltaron del navío. Como vieron esto los de las naves inmediatas, echándose al agua tras ellos, se fueron arrimando a los enemigos.
XXVI. Peleóse por ambas partes con gran denuedo. Mas los nuestros, que ni podían mantener las filas, ni hacer pie, ni seguir sus banderas, sino que quién de una nave, quién de otra se agregaban sin distinción a las primeras con que tropezaban, andaban sobre manera confusos. Al contrario los enemigos, que tenían sondeados todos los vados, en viendo de la orilla que algunos iban saliendo uno a uno de algún barco, corriendo a caballo daban sobre ellos en medio de la faena. Muchos acordonaban a pocos; otros por el flanco descubierto disparaban dardos contra el grueso de los soldados. Notando César el desorden, dispuso que así los esquifes de las galeras como los pataches se llenasen de soldados, que viendo a algunos en aprieto fuesen a socorrerlos. Apenas los nuestros fijaron el pie en tierra, seguidos luego de todo el ejército, cargaron con furia a los enemigos y los ahuyentaron; si bien no pudieron ejecutar el alcance, a causa de no haber podido la caballería seguir el rumbo y ganar la isla. En esto sólo anduvo escasa con César su fortuna.
XXVII. Los enemigos, perdida la jornada, luego que se recobraron del susto de la huida, enviaron embajadores de paz a César, prometiendo dar rehenes y sujetarse a su obediencia. Vino con ellos Comió el de Artois, de quien dije arriba haberle César enviado delante a Bretaña. Éste al salir de la nave a participarles las órdenes del general, fue preso y encarcelado. Después de la batalla le pusieron en libertad, y en los tratados de paz echaron la culpa del atentado al populacho, pidiendo perdón de aquel yerro. César, quejándose de que habiendo ellos de su agrado enviado embajadores al Continente a pedirle la paz, sin motivo ninguno le hubiesen hecho guerra, dijo que perdonaba su yerro y que le trajesen rehenes; de los cuales parte le presentaron luego, y parte ofrecieron dar dentro de algunos días, por tener que traerlos de más lejos. Entre tanto dieron orden a los suyos de volver a sus labranzas; y los señores concurrieron de todas partes a encomendar sus personas y ciudades a César.
XXVIII. Asentadas así las paces al cuarto día de su arribo a Bretaña, las dieciocho naves en que se embarcó, según queda dicho, la caballería, se hicieron a la vela desde el puerto superior (81) con viento favorable; y estando ya tan cerca de las islas, que se divisaban de los reales, se levantó de repente tal tormenta, que ninguna pudo seguir su rumbo, sino que unas fueron rechazadas al puerto de su salida, otras, a pique de naufragar, fueron arrojadas a la parte inferior y más occidental de la isla; las cuales, sin embargo de eso, habiéndolas anclado, como se llenasen de agua por la furia de las olas, siendo forzoso por la noche tempestuosa meterlas en alta mar, dieron la vuelta del Continente.
XXIX. Por desgracia, fue esta noche luna llena, que suele en el Océano causar muy grandes mareas, (82) lo que ignoraban los nuestros. Con que también las galeras en que César transportó el ejército, y estaban fuera del agua, iban a quedar anegadas en la creciente, al mismo tiempo que los navíos de carga puestos al ancla eran maltratados de la tempestad, sin que los nuestros tuviesen arbitrio para maniobrar ni remediarlas. En fin, destrozadas muchas naves, quedando las demás inútiles para la navegación, sin cables, sin áncoras, sin rastro de jarcias, resultó, como era muy regular, una turbación extraordinaria en todo el ejército, pues ni tenían otras naves para el reembarco, ni aprestos algunos para reparar las otras; y como todos estaban persuadidos a que se había de invernar en la Galia, no se habían hecho aquí provisiones para el invierno.
XXX. Los señores de Bretaña que después de la batalla vinieron a tomar las órdenes de César, echando de ver la penuria en que se hallaban los romanos de caballos, naves y granos, y su corto número por el recinto de los reales mucho más reducido de lo acostumbrado, porque César condujo las legiones sin los equipajes, conferenciando entre sí, deliberaron ser lo mejor de todo, rebelándose, privar a los nuestros de los víveres, y alargar de esta suerte hasta el invierno (83) la campaña; con la confianza de que, vencidos una vez éstos, o atajado su regreso, no habría en adelante quien osase venir a inquietarlos. En conformidad de esto, tramada una nueva conjura, empezaron poco a poco a escabullirse de los reales y a convocar ocultamente a la gente del campo.
XXXI. César en tanto, bien que ignorante todavía de sus tramas, no dejaba de recelarse, vista la desgracia de la armada y su dilación en la entrega de los rehenes, que al cabo harían lo que hicieron. Por lo cual trataba de apercibirse para todo acontecimiento, acarreando cada día trigo de las aldeas a los cuarteles, sirviéndose de la madera y clavazón de las naves derrotadas para carenar las otras y haciendo traer de tierra firme los aderezos necesarios. Con eso y la aplicación grande de los soldados a la obra, dado que se perdieron doce navíos, logró que los demás quedasen de buen servicio para navegar.
XXXII. En este entretanto, habiendo destacado la legión séptima en busca de trigo, como solía, sin que hasta entonces hubiese la más leve sospecha de guerra, puesto que los isleños unos estaban en cortijos, otros iban y venían continuamente a nuestras tiendas, los que ante éstas hacían guardia dieron aviso a César que por la banda que la legión había ido se veía una polvareda mayor de la ordinaria. César, sospechando lo que era, que los bárbaros hubiesen cometido algún atentado, mandó que fuesen consigo las cohortes que estaban de guardia; que dos la mudasen, que las demás tomasen las armas y viniesen detrás. Ya que hubo andado una buena pieza, advirtió que los suyos eran apremiados de los enemigos, y a duras penas se defendían, lloviendo dardos por todas partes sobre la legión apiñada. Fue el caso que como sólo quedase por segar una heredad, estándolo ya las demás, previendo los enemigos que a ella irían los nuestros, se habían emboscado por la noche en las selvas; y a la hora que los nuestros desparramados y sin armas se ocupaban en la siega, embistiendo de improviso, mataron algunos, y a los demás antes de poder ordenarse los asaltaron y rodearon con la caballería y carricoches.
XXXIII. Su modo de pelear en tales vehículos es éste: corren primero por todas partes, arrojando dardos; con el espanto de los caballos y estruendo de las ruedas desordenan las filas, y si llegan a meterse entre escuadrones de caballería, desmontan y pelean a pie. Los carreros, en tanto, se retiran algunos pasos del campo de batalla y se apostan de suerte que los combatientes, si se ven apretados del enemigo, tienen a mano el asilo del carricoche. Así juntan en las batallas la ligereza de la caballería con la consistencia de la infantería; y por el uso continuo y ejercicio es tanta su destreza, que aun por cuestas y despeñaderos hacen parar los caballos en medio de la carrera, cejar y dar vuelta con sola una sofrenada; corren por el timón, se tienen en pie sobre el yugo, y con un salto dan la vuelta al asiento.
XXXIV. Hallándose, pues, los nuestros consternados a vista de tan extraños guerreros, acudió César a socorrerlos al mejor tiempo, porque con su venida los enemigos se contuvieron, y se recobraron del miedo los nuestros. Contento con eso, reflexionando ser fuera de sazón el provocar al enemigo y empeñarse en nueva acción, estúvose quieto en su puesto, y a poco rato se retiró con las legiones a los reales. Mientras tanto que pasaba esto, y los nuestros se empleaban en las maniobras, dejaron sus labranzas los que aun quedaban en ellas. Siguiéronse un día tras otro lluvias continuas, que impedían a los nuestros la salida de sus tiendas y al enemigo los asaltos. Entre tanto los bárbaros despacharon mensajeros a todas partes ponderando el corto número de nuestros soldados, y poniendo delante la buena ocasión que se les ofrecía de hacerse ricos con los despojos y asegurar su libertad para siempre, si lograban desalojar a los romanos. De esta manera, en breve se juntó gran número de gente de a pie y de a caballo con que vinieron sobre nuestro campo.
XXXV. Como quiera que preveía César que había de suceder lo mismo que antes, que por más batidos que fuesen los enemigos se pondrían en cobro con su ligereza, no obstante, aprovechándose de treinta caballos que Comió el Atrebatense había traído consigo, ordenó en batalla las legiones delante de los reales. Trabado el choque, no pudieron los enemigos sufrir mucho tiempo la carga de los nuestros, antes volvieron las espaldas. Corriendo en su alcance los nuestros hasta que se cansaron, mataron a muchos, y a la vuelta quemando cuantos edificios encontraban, se recogieron a su alojamiento.
XXXVI. Aquel mismo día vinieron mensajeros de paz por parte de los enemigos. César les dobló el número de rehenes antes tasado, mandando que se los llevasen a tierra firme, pues acercándose ya el equinoccio, (84) no le parecía cordura exponerse con navíos estropeados a navegar en invierno. Por tanto, aprovechándose del buen tiempo, levó poco después de medianoche, y arribó con todas las naves al Continente. Sólo dos de carga no pudieron tomar el mismo puerto, sino que fueron llevadas un poco más abajo por el viento.
XXXVII. Desembarcaron de estas naves cerca de trescientos soldados, y encaminándose a los reales, los morinos, a quienes César dejó en paz en su partida a Bretaña, codiciosos del pillaje, los cercaron, no muchos al principio, intimándoles que rindiesen las armas si querían salvar las vidas, mas como los nuestros formados en círculo hiciesen resistencia, luego a las voces acudieron al pie de seis mil hombres. César al primer aviso destacó toda la caballería al socorro de los suyos. Los nuestros entre tanto aguantaron la carga de los enemigos, y por más de cuatro horas combatieron valerosísimamente matando a muchos y recibiendo pocas heridas. Pero después que se dejó ver nuestra caballería, arrojando los enemigos sus armas, volvieron las espaldas y se hizo en ellos gran carnicería.
XXXVIII. César al día siguiente envió al teniente general Tito Labieno con las legiones que acababan de llegar de la Bretaña, contra los merinos rebeldes; los cuales no teniendo donde refugiarse, por estar secas las lagunas que en otro tiempo les sirvieron de guarida, vinieron a caer casi todos en manos de Labieno. Por otra parte, los legados Quinto Titurio y Lucio Cota, que habían conducido sus legiones al país de los menapios, por haberse éstos escondido entre las espesuras de los bosques, talados sus campos, destruidas sus mieses, e incendiadas sus habitaciones, vinieron a reunirse con César, quien dispuso en los belgas cuarteles de invierno para todas las legiones. No más que dos ciudades de Bretaña enviaron acá rehenes; las demás no hicieron caso. Por estas hazañas, y en vista de las cartas de César, decretó el Senado veinte días de solemnes fiestas en hacimiento de gracias.
Notas
70 Territorio de Colonia. En tiempo de César habitaban al otro lado del Rin. Agripa, bajo Augusto, los transportó a la orilla izquierda del rio.
71 Habitantes de las tierras de Amberes.
72 Los grisones.
73 Por esto Catón pretendía que César había violado el derecho de gentes, y con toda seriedad propuso en el Senado que fuese luego entregado a los bárbaros mismos en pena de su desafuero. Véanse a Plutarco en la Vida de César.
74 Hay quien supone que el texto ha sufrido en este punto alteración, y que César habría querido indicar la confluencia del Rin con el Mosela.
75 César explica y desmenuza por partes este famoso puente, quizá el primero que se vio sobre el Rin. No hay comentador ni intérprete de César que no haya trabajado sobre manera por entender y aclarar tan célebre fábrica. Muchos han grabado curiosas láminas que representan, ya el puente concluido, ya a medio hacer, ya cada parte de por sí; algunos han glosado palabra por palabra todas las del texto para dar a entender la obra y su traza. En suma, tanto como César se esmeró en la estructura, han trabajado los intérpretes en explicarla. De mí sé decir que me ha costado mucho el entenderla, y no poco el traducirla con palabras significantes y propias.
76 En efecto, si se lee a Plutarco, se verá cuánta gloria mereció a César la construcción del puente y haber pasado por él con su ejército.
77 Veleyo Patérculo, Floro, Plutarco, Lucano, Tácito, escriben que esta nueva empresa de pasar a Bretaña sólo pudo trazarla un ingenio como el de César, acometerla ningún otro valor sino el suyo, acabarla sola su felicidad experimentada y sin contraste.
78 También ignoraban todo esto los romanos y griegos; y aunque César llama siempre isla a la Bretaña, hasta los tiempos de Agrícola no se sabía de cierto que lo fuese, como refiere Tácito en la vida de este Emperador.
79 Esto es, como a las diez de mañana. 80 La insignia principal de cada legión era un águila de plata o de oro, que miraban los romanos como cosa sagrada, y el perderla como la mayor ignominia del ejército. El que la llevaba se decía aquilifer (aquilífero), y de aquí el español alférez.
81 Entiende un puerto situado más arriba, o a la derecha del puerto Iccio, de donde había salido el grueso de la armada.
82 No es mucho que lo ignorasen, porque no tenían práctica sino del mar Mediterráneo, donde las mareas son poco sensibles.
83 Si eso lograban, estaban ciertos de que lo» romanos perecerían de hambre y de frío.
84 Es el de otoño, y por consiguiente, el invierno Que comienza presto en el Norte.
NOTAS DE NAPOLEÓN AL LIBRO IV
- Las dos Incursiones intentadas por César en estas campañas eran prematuras las dos y ni una ni otra alcanzaron éxito. Su conducta con los pueblos de Berg y de Zutphen es contraria al derecho de gentes; es en vano que se esfuerce en su memorial en atenuar la injusticia de tal proceder, y el mismo Catón le dirigió por causa de ella violentas censuras. Esta victoria contra los pueblos de Zutphen no fue, por otra parte, nada gloriosa; pues aun en el caso de que éstos hubiesen pasado el Rin efectivamente en número de 450.000, esto no significaría sino 80.000 combatientes, incapaces, por lo tanto, para enfrentarse con ocho legiones sostenidas por las tropas auxiliares y las de la Galia, que pondrían el máximo ardor en defender sus tierras. Cap. XV.
- Plutarco pondera este puente sobre el Rin, que le parece un prodigio: es una obra que nada tiene de extraordinaria y que todo ejército moderno hubiese podido realizar con igual facilidad. César no quiso pasar sobre un puente de barcas, porque temía la perfidia de los galos y que el puente acabase por hundirse. Construyó uno sobre estacas en diez días; no necesitaba más. El Rin en Colonia tiene trescientas toesas y era la estación del año en que es más bajo el nivel de las aguas; probablemente no tenía entonces doscientas cincuenta. Cap. XVII.
- César fracasó en su expedición a Alemania, ya que no obtuvo que la caballería del ejército vencido le fuese entregada, como tampoco ningún acto de sumisión de los suevos, que por el contrario le desafiaron. Fracasó igualmente en su expedición contra Inglaterra. Dos legiones no eran suficientes; necesitaba cuando menos cuatro, y carecía de caballería, arma indispensable en un país como Inglaterra. No había realizado los preparativos que la importancia de la expedición requerían; consecuencia de ello fue la confusión que resultó y hay que atribuir a su buena estrella el que pudiera retirarse sin pérdidas. Cap. XXXVI.