LA GUERRA DE LAS GALIAS – Libro VII
Continuación a la obra de César
Obra continuadora por Aulo Hircio
Los Comentarios sobre la guerra de las Galias (Commentarii de bello Gallico o, de manera abreviada, De bello Gallico) fueron una serie de siete libros escritos por Gayo Julio César en tercera persona durante la Guerra de las Galias y publicados tras su finalización (más un octavo libro continuador por Aulo Hircio). César publica estos libros a manera de defensa propia, cuando sus enemigos en Roma comenzaron a desparramar rumores en su contra e intentaron proscribirlo, algo que podía poner seriamente en riesgo su vida. Al relatar sus victorias y hazañas en la guerra contra los galos, César buscó ganar el apoyo del pueblo y el favor del ejército. Para entender el contexto histórico de dicho período histórico puede leer el siguiente artículo. Estos libros se consideran como una obra antecesora a los Comentarios de la guerra civil. De bello Gallico es una obra no solo de importante valor histórico y militar, es también un rico tratado sobre las culturas, tradiciones y costumbres de los pueblos galos.
Nota: Las anotaciones pueden hallarse al final de la página. Así mismo también pueden hallarse las anotaciones realizadas por Napoleón Bonaparte.
Nota bis: el libro VIII es una obra continuadora a la original escrita por César.
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De bello Gallico
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PRÓLOGO
Movido de tus instancias continuas, Balbo, pues te parece que mi porfiada resistencia no tanto se dirigía a excusar la dificultad, como la flojedad mía, he entrado en un empeño sumamente difícil. He compuesto un Comentario de los hechos de nuestro César en las Galias, no comparable a sus escritos antecedentes y posteriores; y he formado otro, bien que imperfecto, de los sucesos de Alejandría hasta el fin, no de la disensión civil, que éste hasta ahora no le vemos, sino de la vida de César. Los cuales ojalá sepan los que Los leyeren cuan contra mi voluntad he emprendido escribirlos, para que más fácilmente me absuelvan del crimen de necio y arrogante en haberme interpolado con los escritos de César. Porque es constante entre iodos, que no se halla obra de alguno escrita con todo el trabajo y esmero posible, que no quede obscurecida a la vista de la elegancia de estos comentarios, los cuales se han publicado para que los escritores tuviesen noticia de tales sucesos; y han merecido tanta estimación en la opinión de todos, que no parece dan facultad a los autores, sino se la quitan, para escribir sobre ellos una historia. Acerca de lo cual es mucho mayor la admiración mía que la de los demás. Porque los otros saben al cabo con cuánta elegancia y pureza están escritos; pero yo fui testigo de cuan pronta y fácilmente los concluyó. Tenía César, no sólo una suma facilidad y elegancia en el escribir, sino también una rara habilidad para explicar sus pensamientos. Además, no tuve yo la suerte de hallarme en la guerra de África, ni en la de Alejandría; de las cuales, aunque en mucha parte tuve noticia por conversaciones del mismo César, con todo, con diferente impresión oímos aquellos hechos que nos preocupan con la novedad, o la admiración, de aquella con que referimos los sucesos como testigos de vista. Mas cuando voy recogiendo todas las razones de excusarme de ser puesto en paralelo con César, caigo en este mismo delito de arrogancia de pensar, que a juicio de algunos pueda yo ser comparado con él. Adiós.
Libro VIII
I. Sujeta toda la Galia, no habiendo interrumpido César el ejercicio de las armas en todo el verano antecedente, y deseando que descansasen las tropas de tantos trabajos en los cuarteles de invierno, tuvo noticia de que muchas naciones trataban de renovar la guerra a un mismo tiempo y conjurarse para este fin. De lo cual se decía que verosímilmente sería la causa el haber conocido los galos, que ni con la mayor multitud junta en un lugar se podía resistir a los romanos; pero si a un tiempo muchas provincias les declarasen diversas guerras, no tendría su ejército bastantes auxilios, ni tiempo ni gente para acudir a todas partes. Y así ninguna ciudad debía rehusar la suerte de la incomodidad si con esta lentitud podían las demás recobrar su libertad.
II. Para que no se confirmase la opinión de los galos, dejó César el mando de los cuarteles de invierno al cuestor M. Antonio, y marchó con la caballería el último día de diciembre de la ciudad de Autun138 a juntarse con la legión trece, que invernaba no lejos de los términos de Autun, y le añadió la undécima, que era la más inmediata. Dejó dos cohortes para resguardo del equipaje, y marchó con el resto del ejército a la fértilísima campaña de Berry, cuyos moradores, como tenían espaciosos términos y muchas ciudades, no podían ser contenidos con una sola legión de hacer prevenciones de guerra y conspiraciones con este intento.
III. Sucedió con la repentina llegada de César lo que era preciso a gente desprevenida y desparramada: que estando cultivando los campos sin temor alguno, fueron sorprendidos por la caballería antes que pudiesen refugiarse en las poblaciones. Porque aun aquella ordinaria señal de sobrevenir el enemigo, que acostumbra a hacerse entender por los incendios de los edificios, había sido prohibida con orden formal de César, para que no le faltase abundancia de pasto y trigo, si acaso pasaba más adelante, ni los enemigos se amedrentasen con los incendios. Atemorizados los de Berry con la presa de muchos millares de hombres, los que pudieron escapar de la primera entrada de los romanos se acogieron a las ciudades circunvecinas, o fiados en los privados hospedajes, o en la sociedad de los designios. Mas fue en vano; porque haciendo César marchas muy largas, acudió a todas partes, sin dar tiempo a ninguna ciudad de mirar antes por su salud y conservación ajena que por la suya propia; con cuya prontitud mantuvo en su fidelidad a los amigos, y con el terror obligó a los dudosos a las condiciones de la paz. Propuesta ésta, y viendo los de Berry que la clemencia de César les abría camino para volver a su amistad, y que las ciudades de su comarca habían sido admitidas sin otra pena que haberle dado rehenes, hicieron ellos lo mismo.
IV. César, a vista de la constancia con que los soldados habían tolerado tan grandes trabajos, siguiéndole con tan buen deseo en tiempo de hielos por caminos muy trabajosos, y con unos fríos intolerables, prometió regalarlos con doscientos sestercios a cada uno, y dos mil denarios a los centuriones con título de presa, y enviadas las legiones a sus cuarteles, se volvió a Autun a los cuarenta días que había salido. Estando aquí administrando justicia, llegaron comisionados de Berry a pedirle socorro contra los de Chartres, quejándose de que les habían declarado la guerra. Con cuya noticia, sin haber sosegado más que dieciocho días, mandó salir a las legiones decimocuarta y sexta, que invernaban sobre el Saona, de las cuales se dijo en el libro anterior que estaban destinadas aquí para facilitar las provisiones de víveres. Con estas legiones partió a castigar el atrevimiento de los chartreses.
V. Llegada a los enemigos la fama del ejército, y temiendo iguales daños que los otros, desamparando las poblaciones que habitaban, en que por necesidad habían levantado unas pequeñas chozas y cabañas para guarecerse del frío (porque recién conquistados habían perdido muchas de sus ciudades), dieron a huir por diversas partes. César, que no quería exponer sus tropas a los rigores de la estación que amenazaba entonces, puso su real sobre Orleáns, ciudad de Chartrain, y alojó parte de los soldados en las casas de los galos, parte en las chozas que hicieron de pronto con la paja recogida para cubrir las tiendas; pero a la caballería e infantería auxiliar despachó por todos aquellos parajes por donde se decía que habían escapado los enemigos, y no en vano, pues volvieron casi todos cargados de presa. Oprimidos los chartreses por el rigor del invierno y el miedo del peligro, echados de sus casas, sin atreverse a permanecer en un paraje mucho tiempo, ni poderse refugiar al amparo de las selvas por la crueldad del temporal, dispersos, y con la pérdida considerable de los suyos, se fueron repartiendo por las ciudades comarcanas.
VI. César, considerando el rigor de la estación, y teniendo por bastante deshacer estos cuerpos de tropas, para que no se originase algún nuevo principio de guerra; y conociendo cuanto alcanzaba con la razón, que no se podía mover empresa considerable para el verano, puso a C. Trebonio en el cuartel de Orleáns con las dos legiones que tenía consigo. Noticioso por frecuentes avisos de Reims que los del Bovesis, señalados entre todos los galos y belgas en la gloria militar, y las ciudades de su comarca prevenían ejército y se juntaban en sitio señalado, teniendo por caudillos a Correo, natural del Bovesis, y a Comió de Arras, para hacer una entrada con toda su gente en las tierras de Soisóns, de la jurisdicción de Reims; y juzgando que importaba no sólo a su reputación, sino a su propio interés que los aliados beneméritos de la república no recibiesen daño alguno, volvió a sacar de los cuarteles de invierno a la legión undécima, escribió a C. Fabio que se fuese acercando a Soisóns con las dos que tenía, y envió a pedir a Labieno una de las que estaban a su mando. De esta manera, cuando lo permitía la inmediación de los cuarteles y el presupuesto de la guerra, repartía el cargo de ella alternativamente a las legiones, sin descansar él en ningún tiempo.
VII. Juntas estas tropas, marchó la vuelta del Bovesis; y habiendo acampado en sus términos, destacó varias partidas de caballos a diversas partes, que hiciesen algunos prisioneros de quienes informarse de los designios de los enemigos. Hicieron éstos su deber, y volvieron diciendo que habían hallado muy poca gente en las poblaciones, y ésta no que hubiese quedado por causa del cultivo de los campos, pues se habían retirado con diligencia de toda la comarca, sino que eran enviados como espías, A quienes, preguntando César dónde estaba la multitud de los boveses o cuál era su designio, halló que todos los que podían tomar las armas habían formado un cuerpo, y con ellos los de Amiéns, de Maine, de Caux, de Rúan y Artois, y elegido para su real una eminencia rodeada de una laguna embarazosa; que habían retirado todo el equipaje a los montes más apartados; que eran muchos los capitanes de aquella empresa, pero que toda la multitud obedecía a Correo, por haber entendido que era el que más odio mostraba al Pueblo Romano; que pocos días antes había marchado Comió de este campo a traer tropas auxiliares de sus vecinos los germanos, cuya multitud era infinita; que tenían determinado les del Bovesis, por consentimiento de los cabos principales y con gran contente de la plebe, en caso de venir César, como se decía, con tres legiones, presentarle desde luego la batalla, para no verse después precisados a pelear con menos ventaja con todo el resto de su ejército; pero si traía mayores tropas, permanecer en el puesto que habían tomado, y con emboscadas estorbar a los romanos el forraje, escaso y disperso por la estación, y las provisiones de víveres.
VIII. Hechas estas averiguaciones, por convenir muchos en lo mismo, y viendo que las resoluciones que le proponían estaban llenas de prudencia y muy distantes de la temeridad de gentes bárbaras, pensó todos los medios posibles para que, menospreciando los enemigos el corto número de su gente, saliesen a campo raso. Tenía consigo las legiones séptima, octava y nona, las más veteranas y de singular valor; la undécima, de grandes esperanzas, compuesta de mozos escogidos, que llevando ya cumplidos ocho años de servicio, con todo no había llegado aún a igual reputación de valiente y veterana. Y así, convocada una junta, y expuestas en ella todas las noticias adquiridas, aseguró los ánimos de los soldados; y por si podía atraer a los enemigos a la batalla con el número de las tres legiones, ordenó el ejército en esta forma: Hizo marchar delante del equipaje a las legiones séptima, octava y nona, después todo el equipaje (que no era considerable, como suele en tales expediciones), al cual cerrase la legión undécima para no darles apariencia de mayor número que el que ellos habían pedido. Ordenado así el ejército, casi en forma de cuadro, llegó a la vista de los enemigos antes de lo que pensaban.
IX. Viendo ellos que se acercaban las tropas en ademán de pelear, aunque se le había dado a entender a Cesar su mucha confianza en sus designios, o por el peligro de la batalla, o por la llegada repentina, o por esperar nuestra resolución, ordenó sus haces delante de los reales sin apartarse de la eminencia. César, aunque había deseado venir a las manos, con todo, admirado de la multitud de los enemigos, acampó enfrente de ellos, dejando en medio un valle más profundo que de grande espacio. Mandó fortalecer sus reales con un muro de doce pies, y a proporción de esta altura fabricar un parapeto. Asimismo que se hiciesen dos fosos de quince pies de profundidad, tan anchos por arriba como por abajo; que se levantasen varias torres de tres altos, unidas con puentes y galerías, cuyos frentes se fortaleciesen con un parapeto de zarzos, para que fuese rechazado el enemigo por dos órdenes de defensores, uno que disparase sus flechas de más lejos, y con mayor atrevimiento desde las galerías, cuanto estaba más seguro en la altura, y el otro más cercano al enemigo en la trinchera se cubriese con los puentes, de sus flechas; y a todas las entradas hizo poner puertas y torres muy altas.
X. Dos eran las intenciones de esta fortificación: con tan grandes obras y la sospecha de temor esperaba aumentar la confianza de los bárbaros; y habiéndose de ir lejos por el forraje y víveres, se podrían defender los reales con menos gente. Entre tanto, adelantándose muchas veces algunos soldados de una y otra parte, se peleaba sobre una laguna que había en medio, la cual pasaban a veces nuestras partidas, o las de los galos y germanos, persiguiendo con más ardor a los enemigos, y a veces la pasaban ellos retando a los nuestros. Además, sucedía diariamente en los forrajes (como era preciso yéndose a buscar a los edificios raros y dispersos), que, desparramados los que le buscaban en parajes quebrados, eran cercados, cosa que aunque de poco daño para los nuestros, de caballerías y esclavos, con todo no dejaba de levantar los necios pensamientos de los bárbaros, y más habiendo venido Comió, de quien dijimos había ido por socorros a Germania, con una partida de caballos, que aunque no eran más que quinientos, bastaban para hincharlos con el socorro de los germanos.
XI. Viendo César que se mantenía el enemigo mucho tiempo en sus reales fortificados con una laguna, y en sitio ventajoso por naturaleza, y que no podía asaltarlos sin un choque peligroso, ni cercar el sitio con obras sin un ejército más numeroso, escribió a C. Trebonio que lo más pronto que pudiese llamase a sí la legión decimotercia, que invernaba en Berry al mando del lugarteniente T. Sextio, y viniese a largas marchas a incorporarse con él con tres legiones. Entre tanto, destacaba todos los días la caballería de Reims y Langres, y de las demás naciones, de que tenía un número considerable, de escolta a los forrajeadores para que contuviesen las correrías repentinas de los enemigos.
XII. Como esto se hiciese todos los días, y con la costumbre, como suele suceder, se fuese disminuyendo la diligencia, dispusieron los del Bovesis una emboscada con un trozo de infantería escogida, habiendo advertido de antemano dónde solían apostarse nuestros caballos; y enviaron allí mismo su caballería al día siguiente, para sacar primero a los nuestros al lugar de la emboscada y acometerlos después cogiéndolos en medio. Esta desgracia cayó sobre la caballería de Reims, a quien tocó aquel día resguardar a los forrajeadores. Porque advirtiendo de pronto la de los enemigos, y despreciándolos por verse superiores en número, los siguieron con demasiado ardor, y fueron cercados por la infantería emboscada. Con cuyo hecho perturbados, se retiraron más presto de lo acostumbrado en las batallas de a caballo con pérdida de su general Vertisco, sujeto muy principal de su Estado. El cual, pudiendo apenas manejar el caballo por su avanzada edad, con todo, según la costumbre de la nación, ni se había excusado de tomar el mando ni permitido que se pelease sin su presencia. Se hincharon y levantaron más los ánimos de los enemigos con la prosperidad de la batalla y la muerte de una persona tan principal como el general de la caballería de Reims; y los nuestros fueron avisados con aquel daño para apostarse examinando antes los parajes con más diligencia, y seguir con más moderación las retiradas de los enemigos.
XIII. Con todo no cesaban las diarias escaramuzas a vista de uno y otro campo en los vados y pasos de la laguna. En una de días los germanos que César había traído para pelear mezclados con nuestros caballos, habiendo pasado todos la laguna con gran tesón y muerto a algunos que les quisieron hacer frente, y persiguiendo con denuedo a todo el resto de la multitud, se amedrentaron de suerte, no sólo los oprimidos de cerca o heridos desde lejos, que huyeron vergonzosamente, sin dejar de correr, perdiendo siempre las alturas que ocupaban, unos hasta meterse dentro de sus reales y otros mucho más lejos movidos de su propia vergüenza. Con cuyo riesgo llegaron a cobrar tal miedo todas las tropas, que apenas se podía discernir si eran más insolentes en las cosas favorables y muy pequeñas, que pusilánimes en las adversas de alguna mayor consideración.
XIV. Pasados muchos días en los reales, y noticiosos los generales de los enemigos que se acercaban las legiones y el lugarteniente C. Trebonio, temiéndose un cerco semejante al de Alesia, despacharon una noche a los que por sus años, debilidad o falta de armas eran menos a propósito para la guerra, y enviaron con ellos el resto de los equipajes; cuyo perturbado y confuso escuadrón, mientras se dispuso a la marcha (pues aunque marchen estas gentes a la ligera, les sigue siempre una gran multitud de carros), sobreviniendo la luz del día, formaron algunas tropas al frente de los reales, no fuese que los romanos salieran en su seguimiento antes que se adelantase el equipaje. Pero ni César tenía por conveniente provocarlos, cuando se defendían desde un collado muy alto, ni tampoco dejar de acercar las legiones, hasta no poder retirarse los bárbaros de aquel puesto sin recibir algún daño. Y así, visto que la laguna embarazosa separaba un campo de otro, cuya dificultad podía estorbar la prontitud de seguirles el alcance, y que el collado, pegado al real enemigo a espaldas de la laguna, estaba también separado de los suyos por un mediano valle, echando puente sobre la laguna, pasó las legiones del otro lado, y tomó prontamente el llano de encima del collado, que con suave declive estaba fortalecido por los lados. Ordenadas aquí las legiones, subió a lo alto de la cuesta, y sentó su real en un paraje desde donde con máquinas podían herir las flechas al enemigo.
XV. Confiando los bárbaros en la situación de su campo, y no rehusando pelear si los romanos intentaban subir la cuesta, pero no atreviéndose a echar partidas separadas por no ser sorprendidos hallándose dispersos, se estuvieron quietos. César, vista su pertinacia, previno veinte cohortes, señaló el espacio para los reales, y mandó que se fortaleciesen. Concluida la obra, formó las legiones en batalla al frente de la trinchera, y dio orden de detener los caballos aparejados en sus puestos. Viendo los enemigos dispuestos a los romanos para perseguirlos y no pudiendo pernoctar ni permanecer más tiempo en aquel paraje sin vitualla, tomaron para retirarse esta resolución: Fueron pasando de mano en mano delante del campamento todos los haces de paja y fagina sobre que estaban sentados los reales, y de que tenían gran copia (pues como se ha dicho en los libros anteriores, así lo acostumbraban), y dada la señal del anochecer, a un tiempo les pusieron fuego. Así extendida la llama, quitó todas las tropas de la vista de los romanos, lo cual hecho, dieron a huir con gran prisa.
XVI. César, aunque no podía distinguir la fuga de los enemigos por el estorbo de las llamas, con todo, sospechando que habrían tomado aquella resolución para escaparse, adelantó las legiones, y echó delante algunas partidas de caballos que los siguiesen. Él marchaba más despacio temiendo alguna emboscada por si permanecía el enemigo en el mismo puesto y pretendía llamar a los nuestros a algún desfiladero, los de a caballo temían penetrar por el humo y por las llamas muy espesas; y si algunos más animosos penetraban, como apenas viesen las cabezas de sus propios caballos, temerosos de alguna celada, dieron a los enemigos oportunidad para ponerse a salvo. De esta manera, con una fuga llena de temor y astucia, habiendo caminado sin estorbo no más que diez millas, sentaron su real en un puesto muy ventajoso. Desde allí, poniendo muchas veces en celada ya la infantería, ya la caballería, hacían mucho daño a los nuestros en los forrajees.
XVII. Como esto sucediese con frecuencia, supo César, por un prisionero, que Correo, general de los enemigos, había escogido seis mil infantes de los más esforzados y mil caballos de todo el resto de su gente para armar una celada en cierto paraje, adonde creía que enviarían los romanos a hacer forraje, porque le había en abundancia. Sabido este designio, sacó César más legiones de las que acostumbraba, y echó delante la caballería, según solía enviarla para escolta de los forrajeadores. Puso entre ellos algunas partidas de tropa ligera, y se acercó lo más que pudo con las legiones.
XVIII. Los enemigos puestos en la emboscada eligieron para dar el golpe un lugar que sólo se extendía hasta mil pasos, fortalecido alrededor con selvas muy embarazosas y con un río muy profundo, y le cercaron todo. Los nuestros, averiguada la intención de los enemigos, prevenidos de armas y valor para la batalla y no rehusando peligro alguno, por saber que los seguían las legiones, llegaron al paraje en varias partidas. Con su venida pensó Correo que se le había ofrecido la ocasión del logro de su empresa, y así se mostró a lo primero con poca gente y arremetió a las partidas que tenía más inmediatas. Los nuestros sufrieron constantemente el ataque de los emboscados, sin juntarse el mayor número, como sucede en los choques de a caballo, así por algún temor como por el daño que se recibe de la misma multitud de la caballería.
XIX. Como ésta pelease a pelotones, dispuestas alternativamente las partidas, sin permitir que los cercasen por los lados, salió corriendo todo el resto de las selvas con el mismo Correo a su frente. Trabóse la batalla muy reñida, la cual mantenida largo rato sin conocida ventaja, se dejó ver poco a poco la multitud de infantería en formación de batalla, la cual obligó a retirarse a nuestra caballería; pero acudió presto a su socorro la infantería ligera, que dije había marchado delante de las legiones y peleaba con grande esfuerzo entreverada con los caballos. Peleóse algún tiempo con igual resistencia; más después, como el lance lo pedía de suyo, los que sostuvieron los primeros encuentros de la emboscada, por esto mismo eran superiores, porque aunque fueron cogidos de sobresalto no habían recibido daño alguno. Entre tanto se iban acercando ya las legiones, y a un mismo tiempo llegaban frecuentes avisos a los nuestros y a los enemigos de que se acercaba el general con todo el resto del ejército. Con esta noticia, confiados los nuestros con el socorro de las legiones, peleaban con grande esfuerzo, para que no se creyese que por descuido comunicaban la gloria con el ejército. Los enemigos cayeron de su estado, y por diversos caminos buscaban la fuga en vano, pues se veían cercados en las mismas dificultades en que habían pretendido encerrar a los nuestros. Al fin, vencidos, derrotados y perdida la mayor parte, huían consternados por donde los llevaba la suerte, parte a guarecerse de las selvas, parte a escapar por el río, los cuales acabaron de perecer en la fuga, siguiendo el alcance porfiadamente los nuestros. Correo, sin embargo, no pudiendo ser vencido de la calamidad, ni reducido a salir de la batalla y esconderse en las selvas, ni a rendirse, como le instaban los nuestros, peleando valerosamente e hiriendo a muchos, obligó al cabo a los vencedores a que, airados de su obstinación, le atravesasen de una multitud de flechas.
XX. Con este suceso siguió César los pasos de la victoria; y creyendo que desmayados los enemigos con la codicia de esta derrota desampararían sus reales, que se decía distaban sólo ocho millas de donde había pasado la refriega, aunque veía el embarazo del río, con todo pasó adelante con su ejército. Los del Bovesis y sus aliados, habiendo recogido muy pocos de los suyos, y éstos maltratados y heridos, que evitaron la muerte al favor de las selvas, viendo las cosas tan contrarias, informados de la calamidad, muerto Correo, perdida la caballería y la mejor parte de la infantería, y creyendo que vendrían sobre ellos los romanos, convocada una junta al son de las trompetas, clamaron todos a una voz que se enviasen comisionados y rehenes a César.
XXI. Aprobada por todos esta resolución, Comió se pasó huyendo a aquellos pueblos de Germania de quienes había recibido auxilios para esta guerra. Los demás, sin detención, enviaron diputados a César, pidiéndole: «Se contentase con aquel castigo, que aun pudiendo y sin haber abatido sus fuerzas con la victoria, nunca se le impondría tal por su clemencia y humanidad; que había quedado desbaratado su poder con la batalla ecuestre; habían perecido muchos millares de gente escogida de infantería, quedando apenas quienes les llevasen la infausta noticia; pero que con todos estos males le aseguraban haber conseguido un gran bien en que Correo, autor de aquel levantamiento y alborotador de la muchedumbre, hubiese quedado sepultado en sus ruinas; pues nunca en vida de él había podido tanto en la ciudad el Senado como la necia plebe. »
XXII. Hecha esta súplica por los diputados, les trajo César a la memoria: «Que el año pasado ellos, y todas las demás provincias de la Galia habían emprendido a un mismo tiempo la guerra, pero ninguno permaneció en su resolución con tanta obstinación como ellos, no habiéndose querido reducir a la razón y cordura con la entrega y rendición de los demás; que sabía y entendía muy bien con cuánta facilidad se atribuyesen las causas de los yerros a los muertos, pero que nadie era tan poderoso que con el flaco ejército de la plebe fuese capaz de emprender y sostener una guerra contra la voluntad de los principales, contradiciéndolo el Senado y oponiéndose todos los buenos. Mas con todo eso él quedaría satisfecho con aquel castigo que ellos mismos se habían acarreado. »
XXIII. A la noche siguiente volvieron los diputados con la respuesta a los suyos, y sin más detención aprontaron los rehenes. Concurrieron allí mismo los comisionados de otras ciudades que observaban el éxito de los boveses, trajeron sus rehenes y obedecieron las órdenes que se les dieron, menos Comió, a quien el temor no dejaba fiar de nadie su persona. Porque estando César el año antes administrando justicia en Lombardía, averiguó Labieno que este Comió solicitaba las ciudades y tramaba una conjuración contra César, por lo cual, creyendo que sin injusticia podía oprimir su perfidia y que aunque le llamase a sus reales no vendría, por no hacerle más cauto por otros medios, envió a C. Voluseno Cuadrato, que con pretexto de alguna conferencia procurase matarle, para cuya empresa le dio unos centuriones escogidos. Habiendo venido a la plática, y tomado la mano a Comió, que era la seña acordada, uno de los centuriones, como irritado de la familiaridad tan poco usada, arremetiendo a él, le dejó maltrecho de la primera cuchillada que le descargó en la cabeza, aunque no acabó de matarle, porque se lo estorbaron prontamente los que le acompañaban. Unos y otros sacaron las espadas, pensando no tanto en ofenderse como en huir, los nuestros por creer que era mortal la herida de Comió, y los galos porque, conocida la traición, temían más de lo que veían. Con esto se dijo que Comió había hecho propósito de no ponerse jamás delante de ningún romano.
XXIV. Debeladas estas gentes tan belicosas, y viendo César que no quedaba ya nación que pudiese romper la guerra para oponérsele, pero que todavía se salían algunos de los pueblos y huían de los campos para evitar el yugo del Imperio, determinó repartir el ejército en diversas partes. Incorporó consigo al cuestor M. Antonio con la legión undécima. Despachó al lugarteniente C. Fabio con veinticinco cohortes a una parte de la Galia más distante, porque tenía noticia que estaban todavía en armas algunas ciudades de ella, y creía que Caninio Rebilo, que mandaba en aquel paraje, no tenía muy seguras las dos legiones de su cargo. Llamó a sí a T. Labieno, y envió la legión duodécima que éste había mandado en la invernada a Lombardía, para defensa de las colonias romanas, y que no les sucediese una desgracia igual a la que acaeció el verano anterior a los pueblos de Istria, que fueron sorprendidos de una inundación y pillaje repentino de los bárbaros. Él marchó a talar y destruir las tierras de Ambiorix139 el cual andaba atemorizado y fugitivo; y desconfiando de reducirle a su obediencia, creía que era lo más conveniente a su reputación abrasar de tal manera sus tierras, haciendo todo el daño posible en los hombres, en los ganados y en los edificios, que cayendo en odio de los suyos, si algunos amigos le había dejado la fortuna, no tuviese acogida en su país por haberle causado tantas calamidades.
XXV. Extendidas por sus tierras las legiones o las tropas auxiliares, asolado todo con muertes, incendios y robos, matando y cautivando muchas gentes, envió a Labieno con dos legiones contra Tréveris, cuyos moradores ejercitados en continuas guerras por la inmediación a Germania, no se diferenciaban mucho de los germanos en su grosería y fiereza, ni obedecían jamás a las órdenes sino obligados por fuerza de armas.
XXVI. En este intermedio, informado el teniente general C. Caninio por cartas y avisos de Duracio de que se había congregado una gran multitud de gente en los términos de Poitou, el cual, aun rebelada una parte de su Estado, se había mantenido siempre fiel a la amistad del Pueblo Romano, marchó la vuelta de la ciudad cíe Poitiers. Cuando ya estaba cerca, sabiendo con certeza de los cautivos que, encerrado en ella Duracio, era combatido por muchos millares de hombres a las órdenes de Dumnaco, general de Agen, y no atreviéndose a oponer sus legiones debilitadas a los enemigos, sentó su real en un sitio fuerte por naturaleza. Informado Dumnaco de que se acercaba Caninio, dirigió todas sus tropas contra los romanos, resuelto a atacar su campo. Después de consumidos muchos días en este intento, sin haber podido forzar parte alguna de las fortificaciones, volvió otra vez al cerco de Poitiers.
XXVII. A este tiempo, el lugarteniente Fabio redujo muchas ciudades a la obediencia, las aseguró con rehenes y fue avisado por cartas de Caninio de lo que pasaba en Poitou, con cuya noticia se puso en marcha para socorrer a Duracio. Dumnaco, que supo la venida de Fabio, desconfiando de su salud si a un mismo tiempo se veía en precisión de resistir al ejército de Fabio, al enemigo de fuera, y estar atento, y recelarse de los sitiados, levantó al momento el campo, y aun no se tuvo por seguro si no pasaba con sus tropas el Loire, que por su profundidad tenía construido puente. Fabio, aunque no había llegado a avistar al enemigo ni incorporádose a Caninio, con todo, guiado por gentes prácticas de la tierra, creyó más bien que amedrentados los enemigos se encaminarían a aquel paraje adonde, con efecto, se enderezaban. Así dirigió su marcha al mismo puente y dio orden a la caballería que se adelantase a las legiones, tanto cuanto pudiese volver a los mismos reales sin cansar los caballos. Alcanzó nuestra caballería, conforme a la orden, y acometió al ejército de Dumnaco; y dando sobre la marcha en los temerosos y fugitivos con el peso de sus cargas, mató una gran parte y se apoderó de mucha presa. Con esto, logrado el golpe, se retiró a los reales.
XXVIII. La noche siguiente echó Fabio delante la caballería, dispuesta para pelear y estorbar la marcha hasta que él llegase. Para que se ejecutase la acción según sus órdenes. Q. Acio Varo, general de la caballería, varón de singular valor y prudencia, animó a su gente; y habiendo alcanzado el ejército enemigo, dispuso parte de los suyos en puestos ventajosos, y con otra parte dio la batalla. Hizo alto animosamente la caballería enemiga sostenida de toda la infantería, formada con todo el resto para dar socorro a los suyos. Trabóse la batalla con gran denuedo; porque los nuestros, despreciando al enemigo, a quien habían vencido el día antes, y en la confianza de que venían detrás las legiones con el pundonor de no ceder y la codicia de acabar por sí la acción, pelearon contra la infantería con el mayor esfuerzo; y los enemigos, creyendo que no se les juntarían más tropas como el día anterior, juzgaban se les había venido a las manos la ocasión de deshacer del todo nuestra caballería.
XXIX. Duraba algún tiempo el choque muy porfiado, y preparaba Dumnaco la infantería para que sirviese de refuerzo a los suyos, cuando llegaron de repente las legiones formadas a la vista de los enemigos. Con su vista, desbaratadas las cohortes de a caballo, amedrentadas las de a pie y perturbado el escuadrón del convoy, con gran grita y carrera se pusieron en fuga. Entonces nuestra caballería, que había peleado antes con tanto valor contra los que le hacían frente, animados con la alegría de la victoria y levantando una grande algazara, partieron en seguimiento de los fugitivos y mataron cuantos las fuerzas de los caballos pudieron alcanzar y los brazos descargar golpes. Así, muertos más de doce mil hombres, unos armados, otros que de miedo habían arrojado las armas, se tomó todo el equipaje.
XXX. Después de esta derrota, se supo que Drapes de Sens (el cual luego que se rebeló la Galia, recogiendo la gente perdida de todas partes, llamando a la libertad a los esclavos, convidando a los desterrados de todas las ciudades, y admitiendo a los ladrones, había robado varias veces nuestros convoyes y vituallas) se encaminaba a la provincia con solos dos mil hombres recogidos de la fuga, y se había unido con él Lucterio de Cahors, de quien se dijo en el libro anterior que había intentado hacer una entrada en la provincia en el primer levantamiento de la Galia. Marchó en su seguimiento el lugarteniente Caninio con dos legiones, no fuese que con el miedo o daños de la provincia se recibiese una infamia grande por los latrocinios de aquella gente perdida.
XXXI. Cayo Fabio, con el resto del ejército, marchó la vuelta de Chartrain y de las demás ciudades de donde sabía se habían sacado tropas para la batalla en que fue Dumnaco derrotado, no dudando hallarlas más sumisas por la reciente pérdida, pero que si se les daba lugar y tiempo, podrían volverse a levantar a instancias del mismo Dumnaco. Acompañó a Fabio una suma presteza y felicidad para recobrarlas. Porque los de Chartrain, que muchas veces maltratados, jamás habían hecho mención de paz, dándoles rehenes, vinieron a rendirse; y las demás ciudades sitas en los últimos confines de la Galia, junto a las orillas del Océano que se llaman armóricas, movidas de la autoridad de los de Chartres, con la venida de Fabio y las legiones, al punto obedecieron la ley. Dumnaco, desterrado y fugitivo de su país y oculto, se vio precisado a huir a los últimos rincones de la Galia.
XXXII. Pero Drapes y Lucterio, sabiendo que venían sobre ellos las legiones y Caninio, desconfiando de poder entrar en la provincia persiguiéndolos el ejército, y perdida la disposición de andar salteando y robando libremente, hicieron alto en la campaña de Quercy, donde habiendo sido Lucterio hombre de mucho poder entre sus ciudadanos cuando se hallaban las cosas de mejor semblante, y alcanzando siempre grande autoridad por favorecedor de novedades, ocupó con sus tropas y las de Drapes la ciudad de Cahors, que había antes estado bajo su protección, muy fuerte por su situación, y atrajo a su partido a los ciudadanos.
XXXIII. Vino prontamente sobre ella C. Caninio, y viendo que por todas partes estaba muy fortalecida con unas peñas cortadas, adonde, aun sin otra resistencia, era muy difícil que subiese gente armada, y observando el grande equipaje de los ciudadanos, el cual si intentasen retirar con una fuga secreta, no sólo no podrían escaparse de la caballería, pero ni aun de las legiones, dividió en tres trozos sus cohortes y formó tres campamentos en un sitio muy elevado, desde donde poco a poco, según lo permitía el número de sus tropas, empezó a tirar una línea de circunvalación alrededor de la plaza.
XXXIV. Advertido esto por los de adentro, y solícitos con la memoria tristísima de Alesia, temiendo semejante suceso del cerco, y aconsejando más vivamente Lucterio, que había probado aquella fortuna, que se cuidase de la provisión de trigo, determinaron de común acuerdo dejar allí una parte de sus tropas, y salir ellos con toda prontitud a conducir vitualla. Aprobado este parecer, la noche siguiente, dejando dos mil soldados, salieron Lucterio y Drapes con el resto de la ciudad. En pocos días acopiaron gran cantidad de trigo en el país de Quercy, que en parte deseaban ayudarlos con esta provisión, y tampoco podían estorbar que lo tomasen. Algunas veces, con salidas de noche acometían a nuestros fuertes. Por lo que se detuvo Caninio en rodear toda la plaza con fortificaciones, no fuese que o no pudiese defender las obras hechas, o se viese precisado a poner débiles presidios en muchas partes.
XXXV. Acopiada gran provisión de trigo, hicieron alto Drapes y Lucterio a diez millas de la plaza, desde donde pensaban conducir poco a poco el trigo. Repartieron entre sí la ocupación, de manera que Drapes quedó de guarnición en los reales con parte de las tropas y Lucterio conducía a la plaza una porción de caballerías cargadas. Dispuestas por allí ciertas guarniciones, cerca de las cuatro de la mañana empezó a conducir el trigo por caminos montuosos y estrechos. Cuyo estrépito sentido de nuestras centinelas, y enviados batidores que trajesen noticia de lo que pasaba, salió Caninio prontamente con las cohortes de los castillos inmediatos y al amanecer dio sobre los conductores. Éstos, atemorizados del acontecimiento repentino, huyeron a sus escoltas, las cuales, cuando fueron vistas de los nuestros, movidos con vehemencia contra ellas, no permitieron que se hiciese un prisionero de todos ellos. Escapó Lucterio con unos pocos, sin atreverse a parar en los reales.
XXXVI. Logrado este golpe, supo Caninio de los cautivos que por parte de las tropas estaban con Drapes en los reales a distancia de diez millas. Confirmado lo cual por otros muchos, y entendiendo que puesto en fuga el uno de los dos capitanes, fácilmente podrían ser desbaratados los demás con el miedo, juzgaba gran fortuna el que nadie se hubiese retirado a los reales que llevase a Drapes la noticia de la primera derrota. Mas como no veía riesgo en hacer la experiencia, envió delante a los reales del enemigo toda la caballería, y la infantería germana, que es de una ligereza increíble. Repartió una legión por su campo, y partió con la otra a la ligera. Cuando estaba ya cerca del enemigo, supo por los corredores que, conforme a la costumbre de los bárbaros, habían éstos sentado su real a las orillas del río, abandonando las alturas, y que los germanos y nuestras caballerías, cogiéndolos de improviso, se habían echado sobre ellos y trabado la batalla. Con esta noticia encaminó hacia aquel paraje la legión en orden de batalla, y así de repente, dando señal en todas partes, se tomaron todas las alturas. Lo cual hecho, los germanos y la caballería, viendo las insignias de la legión, pelearon con gran denuedo. Al punto acometieron las cohortes por todas partes; y muertos todos, o hechos prisioneros, se apoderaron de la presa, que era cuantiosa, y quedó el mismo Drapes prisionero.
XXXVII. Caninio, logrado el lance felicísimamente, sin tener apenas un hombre herido, volvió a cercar a los ciudadanos, y deshecho el enemigo de afuera, cuyo temor le había estorbado el aumento de sus presidios y la circunvalación de la plaza, dio orden de que por todas partes se adelantasen las obras. Al día siguiente llegó C. Fabio con sus tropas y tomó a su cargo el ataque de una parte de la ciudad.
XXXVIII. En este intermedio dejó César en el Bovesis al cuestor M. Antonio con sus quince cohortes, para que no les quedase otra vez disposición de alterar las cosas y mover la guerra. Visitó las otras ciudades, las hizo aprontar muchos rehenes, y aseguró y consoló todos los ánimos temerosos. Llegando a Chartres, en donde dejó dicho César en el libro anterior que se había suscitado la guerra, y entendiendo que los de este país tenían más miedo que todos por el remordimiento de su atentado, para sacarlos más presto del temor, pidió al principal autor de la guerra, Guturvato, para castigarle a su arbitrio. El cual, aunque ni de los suyos se fiaba, con todo, buscado con gran cuidado, fue llevado a los reales. Se vio obligado César a su castigo contra su propio natural, con gran contento de todos los soldados, que le atribuían todos los peligros y daños de la guerra. Y así se le dio muerte después de cruelmente azotado.
XXXIX. Aquí tuvo la noticia por cartas frecuentes de Caninio de los sucesos con Drapes y Lucterio, y de la resolución en que permanecían los cercados. Cuyo corto número, aunque miraba con desprecio, con todo juzgaba merecía grave castigo su pertinacia, para que no pensase la Galia que le habían faltado fuerzas, sino constancia para resistir a los romanos; y para que con su ejemplo las demás ciudades, fiadas en la proporción de sus situaciones, no pensasen en recobrar la libertad, sabiendo que no ignoraban los galos que no le faltaba ya más que un año de su gobierno, el cual si hubieran podido sostenerse, no tenían que temer otro peligro. Así que dejó a Q. Caleño su lugarteniente con dos legiones que le siguiese por sus marchas regulares y él partió lo más pronto que pudo con toda la caballería a juntarse con Caninio.
XL. Llegado César a Cahors contra la expectación de todos, y viendo concluida la circunvalación de la plaza, y que con ninguna condición se podía levantar el cerco, informado de que los de adentro tenían gran copia de vitualla, empezó a tentar cómo cortarles el agua. A la parte inferior cortaba el río un valle que ceñía casi todo el monte en que estaba sita la ciudad, áspero y quebrado por todos lados. La naturaleza del sitio no permitía echar al río por otra parte, porque tan bajo corría por la falda del monte, que en ningún lado se le podía sangrar con grandes fosos. Era también áspera y difícil para los cercados la bajada al río; de suerte que sin mucho daño, como lo resistiesen los nuestros, ni podían llegar a él, ni retirarse con la fragosidad de la subida. Conocida esta dificultad por César, dispuestos sus honderos y flecheros en ciertos parajes, y colocadas también algunas máquinas contra los más fáciles descensos, estorbaba a los cercados tomar agua del río, cuya multitud acudía después a un solo paraje a proveerse de ella. Porque debajo de la misma muralla brotaba una gran fuente, por la parte que no bañaba el río, que se extendía como a trescientos pies.
XLI. Deseando todos que se les cortase el agua de esta fuente, y sabiendo solamente César que no se lograría sin grave peligro, empezó a formar manteletes enfrente de ella contra el monte, y a levantar valladar con mucho trabajo y continuos combates. Porque acudían los cercados desde puestos ventajosos, y peleaban a lo lejos sin riesgo, hiriendo a muchos que con porfía se arrimaban. Con todo, no se recelaban los nuestros de adelantar los manteletes, y vencer con el trabajo y reparos las dificultades del terreno. Al mismo tiempo hacían minas al origen de la fuente, la cual obra podía hacerse sin peligro ni sospecha de los enemigos. Levantó un valladar de sesenta pies de alto; se colocó en él una torre de diez altos, no que igualase a las murallas, que ésta era obra imposible, sino que excediese la situación de la fuente. Desde ella se disparaban dardos con máquinas a las cercanías de la fuente. Los cercados no podían tomar el agua sin mucho peligro; se morían de sed, no sólo los ganados y caballerías, sino también las personas.
XLII. Atemorizados de esto, empezaron a disparar contra nuestros reparos barriles llenos de sebo, pez y bardas ardiendo. Al mismo tiempo hicieron una vigorosa salida para estorbar a los romanos el apagar el fuego con el peligro del combate. En un instante se extendió una llama terrible por nuestras obras. Porque todos cuantos fuegos arrojaban por aquel sitio precipitado, detenidos en el valladar y el parapeto, incendiaban todo cuanto tropezaban. Con todo eso nuestros soldados, aunque se veían apretados de un peligroso combate y un puesto muy contrario, soportaban con el mayor espíritu todos estos trabajos. Porque pasaba la acción en un paraje exento, y a la vista del resto del ejército. Levantábase una grande algazara de ambas partes; de suerte que el que más presto podía, y como podía, para que fuese más claro y patente su valor, se ofrecía a las armas y fuego del enemigo.
XLIII. Viendo César que recibían mucho daño los suyos, dio orden a las cohortes de que por todos los lados de la ciudad subieran al monte y levantasen una algazara falsa, como si se apoderasen de las murallas. Con esto, atemorizados los cercados, sin saber lo que pasaba en los otros parajes retiraron sus tropas del ataque de las obras, para acudir a coronar la muralla. De esta manera pudieron los nuestros, puesto fin al combate, apagar parte del fuego y cortar lo restante. Resistíanse los cercados con tanta obstinación, que aun habiendo perecido mucha gente por falta de agua, con todo estaban firmes en su resolución; pero al fin fueron cortados con las minas los conductos de la fuente, y echados por otra parte; de suerte que viniendo a secarse el manantial que los sustentaba, los puso en tal desesperación, que creyeron no haberse ejecutado sin particular disposición de los dioses, no que por obra de hombres. Y así obligados de la necesidad se rindieron.
XLIV. César, puesto que todos tenían bien conocida su clemencia, no recelando entendiesen que había obrado por crueldad de su propio natural, y por otra parte no sabiendo que fin tendrían sus designios si empezaban a rebelarse del mismo modo otros en diversas partes, pensó hacer con éstos un ejemplar que contuviese a los demás. Y así mandó cortar las manos a todos cuantos habían tomado las armas, concediéndoles la vida para que fuese más notorio el castigo de los malvados.
Drapes, de quien dije que había sido preso por Caninio, o por indignación y sentimiento de las prisiones, o por temor de un castigo más severo, no quiso comer en unos días, y así murió. Al mismo tiempo Lucterio, de quien dije había escapado huyendo de la batalla, habiendo caído en manos de Espasnacto auvernate, pues mudando frecuentemente de estancia se fiaba de muchos en la inteligencia de que no estaba fuera de peligro en parte alguna, sabiendo cuan enojado debía tener a César, fue entregado preso a éste por su grande amigo Epasnacto.
XLV. En este intermedio ganó Labieno una batalla a los de Tréveris, y habiéndoles muerto mucha gente, y también a los germanos, que a nadie negaban socorro contra los romanos, vinieron a su poder las personas más principales, y entre ellos Suro autunés, que así por su valor como por su nacimiento era famoso, y el único de este país que se había mantenido hasta entonces en campaña.
XLVI. Avisado César de estas victorias, vistos los buenos sucesos de sus armas en toda la Galia, y juzgando que con la campaña pasada quedaba sujeta y debeleda, determinó pasar el resto del verano en visitar la Aquitania, adonde él no había estado en persona, sino que le había rendido en parte por P. Craso. Se puso en marcha la vuelta de ella con dos legiones, y logró esto como todo lo demás con presteza y felicidad. Porque todas las ciudades de Aquitania le enviaron embajadores y le dieron rehenes. Lo cual hecho, partió hacia Narbona con una escolta de caballería, y destinó el ejército a los cuarteles de invierno al mando de sus tenientes. Colocó en la Galia bélgica cuatro legiones a cargo de los lugartenientes M. Antonio, C. Trebonio, P. Vatinio y Q. Tulio; dos envió a Autun, que eran los pueblos de más reputación y autoridad entre todos; otras dos alojó en Turena, cerca de Chartrain, para contener a toda la región confinante con el Océano, y las dos restantes en el Limosin, no lejos de Auvernia, para que no faltasen tropas en ninguna provincia de la Galia. Detúvose muy pocos días en la provincia; recorrió prontamente todas las audiencias; juzgó las diferencias públicas; repartió premios entre los beneméritos, porque tenía la mayor habilidad para conocer de qué ánimo había estado cada uno en la universal rebelión contra la república, a quién había contenido con la fidelidad y socorros de esta provincia; y concluida la visita, se restituyó a las legiones que invernaban en la Galia bélgica, y se alojó en Arras.
XLVII. Aquí supo que Comió había tenido un choque con su caballería; pues habiendo pasado Antonio a su cuartel de invierno, y estando los pueblos de Artois bajo nuestra obediencia, Comio, que después de aquella herida de que arriba se hizo mención, siempre había estado a la mira, para que si sus pueblos querían renovar la guerra no les faltase caudillo, se mantenía a sí y a un escuadrón de caballos con robos, interceptando con correrías diversos bastimentos que se conducían a los cuarteles de invierno de los romanos.
XLVIII. Estaba a las órdenes de Antonio en el mismo alojamiento el prefecto de caballería C. Voluseno Quadrato. Diole Antonio la comisión de perseguir la escolta del enemigo. Voluseno acompañaba el valor en que era muy señalado con el odio grande que profesaba a Comió, y así hacía con más gusto lo que se le mandaba. Dispuso, pues, varias celadas e hizo algunas salidas contra la caballería enemiga, en que llevó siempre lo mejor; pero últimamente, trabada una recia batalla y habiendo perseguido Voluseno a los contrarios con demasiado ardor por el deseo de acabar con Comio, llevado por éste algo lejos con precipitada fuga, invocó de repente la fidelidad y socorro de los suyos para que no dejasen sin venganza la herida que recibió con amistad fingida. Dijo, y revolviendo el caballo, se adelantó desapoderadamente sobre el prefecto. Todos los suyos, haciendo lo mismo, desbarataron y retiraron el corto número de los nuestros. Comio, apretando el caballo, llegó a encontrarse con el de Quadrato, y con la lanza en ristre, le pasó con gran fuerza un muslo. Herido el comandante, no dudaron los nuestros hacer frente a los enemigos; volvieron sobre ellos unidos todos, y los desbarataron. Muchos de los contrarios fueron heridos en el primer encuentro; otros murieron en la fuga, y parte quedaron prisioneros. El general se escapó por la velocidad del caballo, y el prefecto fue conducido a los reales herido gravemente y casi en el último riesgo de la vida. Mas Comio, o por haber satisfecho su resentimiento, o por haber perdido la mayor parte de los suyos, envió diputados a Antonio; y dándole rehenes, le aseguró que estaría a su obediencia donde le señalase; sólo le suplicó concediese a su temor el no ponerse delante de ningún romano. Antonio condescendió a esta pretensión, creyendo que nacía de un justo miedo, le perdonó, y recibió sus rehenes. No ignoro que César hizo de cada año un comentario; mas yo be pensado que no debía hacer lo mismo; porque en el año siguiente en que fueron cónsules L. Paulo y C. Marcelo, no hubo suceso memorable en la Gaita. Pero para que se sepa en qué parajes estuvo César y su ejército, he añadido estas pocas noticias al mismo comentario.
XLIX. Pasaba César el invierno en la Galia bélgica, sólo con el presupuesto de mantener la amistad de las ciudades y no dar a nadie esperanza o motivo de renovar la guerra. Porque nada menos deseaba que el que al tiempo de partir se le ofreciese alguna precisión de volver a tomar las armas, por no dejar algún movimiento, habiendo de licenciar el ejército, que excitase con gusto a toda la Galia, sin temor del peligro presente. Y así tratando honoríficamente a las ciudades, honrando con premios a las personas principales, no imponiendo nuevos tributos, contuvo en paz fácilmente, con la condición de una suave obediencia, a la Galia, trabajada con tantas batallas adversas.
L. Después de concluida la invernada, partió a largas marchas la vuelta de la Italia contra su costumbre, para hablar a las colonias y municipios y recomendarles la pretensión del sacerdocio que tenía su cuestor M. Antonio; en la cual se empeñaba, así por favorecer a un sujeto con quien tenía suma estrechez y a quien había enviado un poco antes a seguir su pretensión, como por resistir animosamente a la poderosa facción de algunos que con la repulsa de Antonio intentaban abatir la exaltación de César que le favorecía. Y aunque en el camino antes de llegar a Italia supo que Antonio estaba nombrado agorero, con todo pensó tener no menos justo motivo de visitar las colonias y municipios, para darles las gracias de haber interpuesto su asistencia a favor para con Antonio y para recomendarse a sí y a su empleo para el año siguiente; porque se vanagloriaban sus émulos con insolencia de que habían sido creados cónsules Lentulo y Marcelo con el fin de despojar a César de su honra y dignidad, habiendo quitado además el consulado a Sergio Galba, que había tenido más votos y crédito que ellos, por ser muy amigo suyo y su lugarteniente.
LI. Fue recibido César en todos los municipios y colonias con increíbles demostraciones de amor y estimación, por ser esta la primera vez que volvía de la conquista de toda la Galia. Nada quedaba que hacer de cuanto se podía inventar para el adorno de las puertas, caminos y lugares por donde había de pasar. Ha todas partes salía el pueblo con los hijos a recibirle, en todas partes se ofrecían sacrificios; ocupábanse las plazas y los templos con mesas prevenidas, igualándose la alegría a la del más deseado triunfo: tanta era la magnificencia en los más poderosos, y los afectos en los más humildes.
LII. Habiendo recorrido César toda la Galia tomada, volvió con prontitud a Arras a incorporarse a su ejército; y convocadas las legiones para los confines de Tréveris, partió hacia allá y las pasó revista. Dio a Tito Labieno el gobierno de la Lombardía para hacerle más recomendable en la pretensión del consulado. Él mismo marchaba sólo lo que le parecía suficiente para conservar la salud de las tropas mudando de país. Y aunque oía a menudo que sus émulos solicitaban a Labieno,140 y tenía noticia de que se trataba por consejo de unos pocos de quitarle una parte del ejército, interpuesta la autoridad del senado, con todo, ni creyó en Labieno mudanza alguna, ni se movió a hacer nada contra la autoridad del Senado, juzgando que alcanzaría fácilmente el logro de sus deseos estando libres los padres conscriptos para decir sus pareceres. Pues habiendo tomado a su cargo C. Curión, tribuno del pueblo, defender la causa y dignidad de César, había prometido muchas veces al Senado que si le causaban algún recelo las armas de César, supuesto que la dominación y tropas de Pompeyo ponían no poco pavor y grima en el Foro, dejasen uno y otro las armas, y licenciasen los ejércitos; de esta manera quedaría la ciudad libre y señora de sí misma. Mas no sólo prometió esto, sino que ya el Senado por sí se inclinaba a tomar este partido, cuando los cónsules y los amigos de Pompeyo se pusieron de por medio, y así dilatándolo, se separaron.
LIII. Era grande el testimonio de todo el Senado, y muy conforme a lo que antes había pasado. Porque hablando Marcelo el año antes contra la dignidad de César, dio parte antes de tiempo al Senado contra la ley de Pompeyo y Craso sobre las provincias de César; y dichos los pareceres, retirado Marcelo como cabeza de partido, pretendiendo acrecentar su dignidad con el odio de César, pasó el Senado a tratar de otras cosas muy diversas. Con estos sucesos no se aquietaban los ánimos de los enemigos de César, sino se excitaban a buscar nuevas amistades para obligar al Senado a aprobar lo que ellos tenían determinado.
LIV. Hízose después un decreto para que Pompeyo y César enviase cada uno una legión para la guerra de los partos, las cuales se le quitaron a César claramente. Porque Pompeyo dio como de su número la legión primera que había enviado a César, compuesta de gente joven escogida en la provincia; pero César, aunque nadie dudaba que era despojado por amor de los contrarios, envió la legión a Cn. Pompeyo, y mandó que de las suyas se entregase la decimoquinta, conforme a la orden del Senado, la cual estaba en Lombardía. En su lugar destacó a la Italia la legión decimotercia, para defensa de los presidios de donde salía la decimoquinta, y distribuyó su ejército por los cuarteles de invierno. Puso a C. Trebonio en la Galia bélgica con cuatro legiones; envió a C. Fabio con otras tantas a Autun; pensando que así estaba más segura la Galia, contenidos con las tropas los belgas, cuyo valor era el más respetado, y los autuneses, que por su autoridad daban la ley en toda la Galia. Él partió la vuelta de Italia, donde supo que las dos legiones que había enviado, las cuales, según la orden del Senado, debían destinarse a la guerra de los partos, habían sido entregadas por el cónsul Marcelo a Cn. Pompeyo, y retenidas en Italia. Con este hecho, aunque nadie dudaba que se trataba de tomar las armas contra César, con todo eso determinó éste sufrirlo todo mientras le quedaba alguna esperanza de disputar sus derechos en justicia, antes que romper la guerra. Pidió César141 al Senado que Pompeyo renunciase al poder, prometiendo imitarle; de lo contrario, añadió, César sabrá mantenerse digno de él y defenderá a su patria.
Notas
138 En esta traducción las poblaciones y lugares figuran con sus nombres modernos; así Autun corresponde al Bibracte del último capítulo de los COMENTARIOS A LA GUERRA DE LAS GALIAS.
139 Ambiorige en el libro anterior.
141 Pidió César… con esta frase incompleta terminan la mayoría de los manuscritos. Existe evidentemente una laguna, que hemos llenado con el final propuesto en el texto de M. Lamaire.
NOTAS DE NAPOLEÓN AL LIBRO VIII
- En esta campaña César no encontró resistencia más que en los beauveses; es que, efectivamente, estos pueblos no habían intervenido, o muy poco, en la guerra de Vercingetórige; no tuvieron frente a Alesia sino 10.000 hombres. Opusieron más resistencia, porque obraron con mayor prudencia y habilidad que lo habían hecho los galos hasta entonces; pero los otros galos no pusieron ninguna ni en Berri ni en Chartres; se apoderó de ellos el terror y cedieron. Cap. XX.
- La guarnición de Cohors estaba formada por los restos de los ejércitos galos. La decisión adoptada por César de hacer cortar la mano a todos los soldados no dejó de ser una atrocidad. César se mostró clemente en la guerra civil con los suyos, pero cruel y a menudo feroz con los galos. Cap. XLIV.