LA GUERRA CIVIL – Libro III
Farsalía. Muerte de Pompeyo.
Los Comentarios sobre la guerra civil (Commentarii de bello civili o, de manera abreviada, De bello civili) fueron una serie de tres libros escritos por Gayo Julio César en tercera persona durante los eventos transcurridos en la segunda guerra civil romana. En ellos Julio César nos ofrece su punto de vista y justificaciones a las acciones tomadas y eventos acontecidos. La obra empieza unos pocos días antes de la cruza del Rubicón, en enero del año 49 a. C., y termina con la derrota de Pompeyo Magno en Farsalia y su posterior muerte en Egipto, donde fue a buscar refugio, en septiembre del año 48 a. C. Para entender el contexto histórico de dicho período histórico puede leer el siguiente artículo. La misma puede considerarse como una obra continuadora a los Comentarios sobre la guerra de las Galias.
Nota: Las anotaciones pueden hallarse al final de la página.
De bello civili
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Libro III
I. Presidiendo César como dictador en las Cortes generales, salen nombrados cónsules el mismo Julio (41) César y Publio Servilio; porque las leyes le permitían serlo este año. Elegido ya, viendo a toda Italia sin crédito en el comercio por razón de no pagarse las deudas, señaló jueces árbitros que tasasen las posesiones y haciendas al precio que tenían antes de la guerra y las diesen a cuenta a los acreedores. Esto le pareció lo más conveniente, así para la seguridad de las pagas, que por lo común falta en las guerras civiles, como para mantener la reputación de los deudores. Asimismo por representaciones que los pretores y tribunos hicieron al pueblo, indemnizó de todos los daños y perjuicios a algunos que en fuerza de la ley Pompeya fueron condenados por cohechos, cuando Pompeyo, a favor de sus legiones, todo lo mandaba en Roma (42), y los procesos se substanciaban en un día, siendo unos los jueces que oían las acusaciones, y otros los que pronunciaban la sentencia. Estos reos, desde el principio de la guerra civil, se habían ofrecido a su servicio, y él lo estimó tanto como sí realmente le hubieran servido, pues no había quedado por ellos. Quería que fuesen absueltos por votos del pueblo y no por pura merced suya, para de este modo corresponder a aquellos hombres sin perjudicar al pueblo en sus derechos.
II. En la expedición de estos negocios, celebración de las Ferias Latinas, y conclusión de todo lo perteneciente a las juntas emplea once días, y renunciada la dictadura, pártese de Roma y viene a Brindis, donde por su orden le aguardaban doce legiones y toda la caballería. Pero encontró tan pocas naves, que apenas podía embarcar en ellas veinte mil hombres y quinientos caballos. Esta falta de embarcaciones fue la única rémora que impidió a César el poner pronto fin a la guerra. Y aun estas mismas tropas se embarcaron muy incompletas, porque las muchas guerras de las Galias las habían gastado, muchos perecido en el largo viaje desde España, y todo el ejército, hecho a respirar los aires purísimos de la Galia y España, sentía los efectos nocivos del otoño, el cual en la Pulla y en los contornos de Brindis es ocasionado a enfermedades.
III. Pompeyo, habiendo logrado un año entero, sin que nadie le inquietase, para prepararse a la guerra, tenía equipada una grande escuadra del Asia, de las islas Cicladas, de Corara, de Atenas, del Ponto, de Bitinia, de Siria, de Cilicia, de Fenicia y del Egipto; sin contar con otros muchos navíos mandados construir en todos los arsenales. Había sacado grandes contribuciones del Asia, de la Siria, y de todos los reyes, potentados y tetrarcas; y de los pueblos libres del Acaya (43) había hecho aprontar grandes sumas de dinero de las compañías de comercio, establecidas en las provincias de su jurisdicción.
IV. Había completado nueve legiones de ciudadanos romanos, transportado cinco de Italia, una de Sicilia de tropa reglada, que por haberse formado de dos, llamaba la Gemela; otra de Creta y Macedonia, compuesta de los soldados viejos, que obtenida la licencia de sus antiguos generales, se habían avecindado en dichas provincias; dos finalmente del Asia alistadas por Lentulo; fuera de un gran número de reclutas venidas de Tesalia, Beocia, Acaya y del Epiro, que distribuyó entre las legiones, en las cuales había incorporado también los soldados que fueron de Antonio. Además de éstas, esperaba de Siria con Escipión dos legiones; contaba tres mil flecheros de Creta, de Lacedemonia, del Ponto, de la Siria y de otras partes; seis compañías de honderos; dos de ellas de a seiscientos hombres; además siete mil caballos, de éstos seiscientos conducidos de Galacia por Deyotaro, quinientos por Ariobarzanes de Capadocia; igual número había enviado Coto de Tracia con su hijo Sadal; doscientos eran los de Macedonia al mando de Rascipol, hombre de acreditado valor; quinientos de Alejandría entre galos y germanos, que Aulo Gabinio había dejado al rey Tolomeo para su guardia y el hijo de Pompeyo trajo consigo en su armada; ochocientos de sus esclavos y pastores; de Galacia habían dado trescientos entre Tarcundario Castor y Donilao; de éstos el uno venía en persona, el otro envió con ellos a su hijo; doscientos remitió a Siria Antíoco Comageno, muy favorecido de Pompeyo; de éstos los más eran flecheros de a caballo, con los cuales venían además los dardanos y besos, unos a sueldo, otros forzados y otros voluntarios; todos los cuales con los macedonios, tésalos y otras naciones y ciudades llenaban el número arriba declarado.
V. Tenía hecha gran provisión de trigo de Tesalia, del Asia, del Egipto, de Creta, de Cirene y de otros países, resuelto a invernar en Durazo, en Apolonia y en todos los lugares de aquella costa, a fin de impedir a César el desembarco, que fue también la causa de tener repartida su armada por todas las marinas. La escuadra egipciaca mandaba el hijo de Pompeyo; la de Asia, Decio Lelio con Cayo Triado; la de Siria, Cayo Casio; la de Rodas, Cayo Marcelo con Cayo Coponio; la de Ilírico y Acaya, Escribonio Libón con Marco Octavio; todos empero estaban subordinados a Marco Bibulo que, como generalísimo de la mar, mandaba en toda la marina.
VI. César, luego que llegó a Brindis, convocando a los soldados, les propuso: que pues ya tocaban el término de sus trabajos y peligros, tuviesen a bien dejar en Italia sus esclavos y ajuares, y sin más tren embarcarse para que cupiesen más en las naves, esperando todo de la victoria y de su liberalidad; respondiendo todos «que mandase cuanto quisiese; que a cualquier orden suya estaban prontos», se hizo a la vela el día 4 de enero con siete legiones. En el siguiente tomó tierra. Encontrando entre las rocas y escollos de los montes Ceraunios (44) una ensenada segura, y no fiándose de los puertos, que sospechaba ocupados todos por los enemigos, salvas sin faltar una todas las naves, desembarcó la tropa en cierta playa llamada Fársalo.
VII. Lucrecio Vespilón y Municio Rufo, por orden de Decio Lelio, estaban en Orico con dieciocho navíos de la escuadra asiática; Marco Bibulo con ciento diez en Corcira. Pero ni aquéllos fiando en sus fuerzas osaron salir del puerto, aunque César no conducía consigo más que doce galeras de conserva, cuatro de ellas entoldadas, ni Bibulo, por estar sus naves al ancla y los marineros a la huelga, se le opuso a tiempo, porque César saltó a tierra primero que se supiese nada de su arribo.
VIII. Desembarcada la gente, César aquella misma noche despacha de retorno las naves para la conducción de las demás legiones y de la caballería. Diose la comisión al legado Fusio Caleño, encargándole la brevedad en el transporte de las tropas. Mas como tardase demasiado en salir al mar, por no haberse aprovechado de la noche, tuvieron un mal encuentro en el viaje. Porque Bibulo, certificado en Corcira de la venida de César, con la esperanza de encontrar aún algunas embarcaciones del convoy, vino a tropezar con éstas que volvían de vacío; y apresando hasta treinta, descargó en ellas la rabia del enojo por su descuido, e incendiólas todas con marineros y patrones, pensando escarmentar a los demás con la crueldad de la pena. Acabada esta hazaña, desde Salona hasta el puerto de Orico cubrió todas las bahías y playas con sus escuadras; y apostando guardias por todo con la más exacta diligencia, él mismo en el rigor del invierno hacía de centinela en el navío, sin perdonar a trabajo ni oficio cualquiera que fuese, a trueque de venir a las manos con César, sin esperar más refuerzo.
IX. Pero después de la partida de los barcos de César, Marco Octavio con los navíos de su mando pasó del Ilirico a Salona, donde solicitando a los dálmatas y demás bárbaros, logró apartar a Isa de la amistad de César, y no pudiendo ganar ni con promesas ni con amenazas a los del ayuntamiento de Salona, determinó tomarla por fuerza. Es la ciudad fuerte por la situación y por un collado que la defiende. Pero los ciudadanos romanos, con levantar de pronto varias torres de madera, se fortificaron más; y no pudiendo hacer gran resistencia por ser pocos, fatigados con las muchas heridas, acudieron al último recurso, que fue, dar libertad a todos los siervos mozos y cortar a todas las mujeres las trenzas para cuerdas de las ballestas. Octavio, en vista de su resolución, puso sitio a la ciudad, distribuyendo el ejército en cinco cuarteles y empezando a un mismo tiempo el asedio y el ataque. Resueltos los sitiados a defenderse a todo trance, sentían sobre todo la falta de pan. Para remediarla instaban con mensajes a César pidiéndole socorro; las demás incomodidades aguantaban por sí como podían. Pasado ya mucho tiempo, advirtiendo que por la duración larga del sitio andaban algo remisos los soldados de Octavio, logrando la coyuntura de un mediodía en que se retiraron, puestos en su lugar sobre los muros los muchachos y mujeres, porque no se echase menos la guardia ordinaria, ellos escuadronados a una con los recién libertados, arremetieron de golpe al primer cuartel de Octavio. Forzado éste, asaltaron con igual furia el segundo; tras éste el tercero y cuarto, y finalmente el quinto, hasta que los arrojaron de todos; y hecha una gran matanza, obligaron a los demás, y aun al mismo Octavio, a guarecerse huyendo en las naves. Tal fue el paradero del asedio. El invierno empezaba ya a sentirse; con que abatido Octavio con tantas pérdidas, desesperanzado de tomar la plaza, se fue a Durazo en busca de Pompeyo.
X. Dejamos referido que Lucio Vibulo Rufo, ingeniero de Pompeyo, fue dos veces prisionero de César, y otras tantas puesto en libertad; la primera en Corfinio, y la segunda en España. Este pareció a César por razón de sus beneficios el más a propósito para medianero de la paz con Pompeyo, con quien sabía que tenía también mucha mano. Las proposiciones en suma eran éstas: «deber ambos desistir de su empeño; dejar las armas y no tentar más la fortuna; ser sobrados los daños padecidos de ambas partes, que bien podían servirles de instrucción y escarmiento para temer otras desgracias semejantes: Pompeyo echado de Italia, perdida la Sicilia, la Cerdeña y las dos Españas con ciento y treinta cohortes de ciudadanos romanos; él por su parte contaba ya entre sus pérdidas la muerte de Curian con el destrozo total de su ejército en África, y la rendición de sus soldados en Corara (45). Por tanto, cesasen ya de ocasionar males a sí y a la República; pues sus mismos desastres eran un manifiesto desengaño de lo que puede la fortuna en la guerra; ser ahora el tiempo propio de tratados de paz cuando se consideraban entrambos con fuerzas al parecer iguales, que por poco que la fortuna se inclinase más a uno de los dos, el que se creyese superior no daría oídos a condiciones de paz, ni se aquietaría con medianías el que esperase alcanzarlo todo; ya que hasta aquí no han podido convenirse, las condiciones se deberían pedir en Roma al Senado y al pueblo; entre tanto sería muy del servicio de la República y bien suyo, el que ambos a dos en la hora jurasen solemnemente que dentro de los tres días inmediatos despedirían el ejército; que depuestas las armas y auxilios en que se apoyaban, por necesidad estarían uno y otro al arbitrio del pueblo y del Senado; para que Pompeyo entrase mejor en estas ideas, él se ofrece a licenciar todas las tropas terrestres y las guarniciones de las plazas».
XI. Vibulio, en vista de estas proposiciones de César, antes de tratarlas con Pompeyo, juzgó ser no menos necesario el avisarle del arribo no esperado de César, para que según esto tomase sus medidas. Así que, caminando día y noche por la posta, fue corriendo a decir a Pompeyo que César estaba encima con todas sus fuerzas. Hallábase Pompeyo a la sazón en Candavia, viniendo de Macedonia a invernar en Apolonia y Durazo, pero sobresaltado con esta novedad, empezó a doblar jornadas camino de Apolonia porque César no se apoderase de las ciudades marítimas. Mas éste, el mismo día del desembarco de la tropa, se puso en marcha para Orico. A su llegada Lucio Torcuato, que gobernaba el castillo por Pompeyo con guarnición de los partinos, cerradas las puertas y preparándose a la defensa, da orden a los griegos de armarse y de cubrir la muralla. Como ellos rehusaban tomar las armas contra el supremo magistrado del Pueblo Romano, y los vecinos por sí tratasen de recibir a César, Torcuato, no teniendo a quién volver los ojos, abrió las puertas y entregóse a César, el cual no le hizo mal alguno.
XII. Dueño de Orico, marcha la vuelta de Apolonia. Sabiéndolo el gobernador Lucio Estaberio, empezó a llenar los aljibes del alcázar, a fortificarlo y pedir rehenes a los ciudadanos. Ellos, por el contrario, protestaron que no se los darían, ni cerrarían al cónsul las puertas, ni se opondrían al común sentir de toda la Italia y del Pueblo Romano. Vista su resolución, escapóse furtivamente. Los naturales envían diputados a César y le reciben dentro. Siguen su ejemplo los bulidenses, los amancianos, las ciudades confinantes y todo el Epiro, y por sus enviados prometen a César la obediencia.
XIII. Mas Pompeyo, entendida la suerte de Orico y de Apolonia, temiendo la de Durazo, va derecho allá marchando día y noche. Apenas corrió la voz de que César venía acercándose, cuando todo el ejército, como que por la priesa había juntado la noche con el día, sin descansar un instante, se llenó de terror en tal manera, que casi todos por Epiro y sus comarcas desamparaban las banderas, muchos tiraban las armas, y la marcha más parecía fuga. En fin, parando Pompeyo cerca de Durazo y mandando delinear el campo, despavorido todavía el ejército, presentóse Labieno el primero (46), y juró «no abandonarle jamás, y ser con él en cualquier lance de la fortuna»; lo mismo juran los demás legados, y tras ellos los tribunos, los centuriones y todo el ejército. César, viéndose prevenido en el viaje a Durazo, suspende la diligencia de su marcha, y fija su campo a la orilla del Apso en la frontera de Apolonia, para cubrir las ciudades fieles con destacamentos y fuertes, determinado a esperar aquí a pie quedo a las demás legiones de Italia y pasar el invierno en tiendas de campaña. Otro tanto hace Pompeyo, que colocados sus reales al otro lado del río, se acantonó allí con todas las tropas romanas y auxiliares.
XIV. Caleño, entre tanto, de acuerdo con las órdenes de César, reúne todas las naves que había en Brindis y embarca cuantos soldados y caballos caben en ellas, levanta áncoras. Pero, no bien salido del puerto, recibe carta de César, en que le avisó cómo todos los puertos y costas están en poder de las escuadras enemigas. Con esta noticia retrocede y da contraorden a todo el convoy. Una sola embarcación, que prosiguió su derrota sin hacer caso porque iba sin soldados por cuenta de particulares, fue llevada del viento a Orico y apresada por Bibulo, el cual degolló a todos sin dejar uno, esclavos y libres, hasta los niños. De esta suerte, a un momento de tiempo, merced de una gran ventura, se debió la vida de todo el ejército.
XV. Bibulo, según se ha insinuado, estaba con su armada en Orico; y así como él tenía cerrado a César el paso del mar y las entradas de los puertos, así éste le tenía cortada toda comunicación con la tierra de aquellas regiones; porque todas las marinas estaban guardadas por César con tropas apostadas de trecho en trecho, y no se le permitía ni salir a buscar leña ni agua, ni amarrar las naves a tierra. Era grande el apuro, y suma la escasez de todas las cosas necesarias: tal, que les era forzoso traer embarcada desde Corcira la leña y agua, así como la vianda. Y una vez hubo que por estar el mar alborotado, se vieron precisados a recoger, para haber de beber, el rocío de las pieles que servían de cubierta a los navíos. Con todo eso toleraban con paciencia estas molestias, sin resolverse por ello a dejar descubiertas las costas y sin defensa los puertos. Pero hallándose en las angustias dichas a tiempo que Libón vino a juntarse con Bibulo, traban estos dos conversación con los legados Marco Acilio y Estacio Murco, comandantes el uno de la plaza y el otro de los presidios de la costa, diciendo que desearían hablar con César de cosas importantísimas, si les diese licencia, y en confirmación de esto añaden algunas razones, como que quisieran tratar de composición, ínterin piden treguas y las obtienen, por cuanto lo que apuntaban parecía de gran monta, y sabían que César deseaba eso ansiosamente, y aun llegaron a persuadirse que la comisión de Bibulo surtiría algún efecto.
XVI. César, a la sazón, habiéndose partido con una legión a tomar posesión de las ciudades mediterráneas y proveerse de trigo, que ya le empezaba a faltar, se hallaba en Butrinto enfrente de Corcira, donde, avisado por cartas de Acilo y Murco sobre las pretensiones de Libón y Bibulo, dejada allí la legión, vuelve a Orico y luego llama a conferencia a los dos. Comparece Libón, «excusando a Bibulo por su genio sumamente fogoso, y por el odio particular que tenía contra César desde el alarifazgo y de la pretura; que por esta razón no había venido a vistas, temiendo echar a perder con su cólera unos negocios de tanta expectación y utilidad; que Pompeyo tiene y tuvo siempre sumo deseo de que ajustase la paz y atajase la guerra; pero ellos no tenían poderes ningunos para eso, por cuanto la suprema autoridad de hacer y deshacer en esto y en todos los negocios residía en Pompeyo con acuerdo del Consejo; sin embargo, una vez enterados de las proposiciones de César, se las comunicaría a Pompeyo, y contribuirían por su parte a que diese un corte ventajoso; entre tanto prosiguiesen las treguas mientras volvían con la respuesta, y cesasen de ambas partes las hostilidades». Concluye con insinuar algo sobre la justicia de su causa, sus fuerzas y la de sus aliados.
XVII. A tales propuestas ni César quiso responder por entonces, ni al presente hay bastante motivo para hablar de esto. Lo que pretendía era «que le concediesen enviar diputados a Pompeyo sin ningún riesgo; que para eso le diesen las seguridades necesarias, o ellos se encargasen de conducirlos a él por sí mismos. En lo tocante a las treguas, ser tal el equilibrio de las cosas, que ellos con su armada le impedían el arribo de sus naves y socorros por mar, y él les quitaba el agua y la comunicación con la tierra; que si querían que se lo permitiese, dejásenle a él también el mar libre; donde no, tampoco esperasen de él condescendencia alguna; no obstante esto, no quitaba que se pudiese al mismo tiempo entablar el tratado de composición». Ellos ni querían acompañar a los legados de César ni salir por fiadores, sino que todo lo remitían a Pompeyo, reduciendo sus instancias y porfías vehementísimas al asunto de treguas. César al fin, bien persuadido de que toda esta plática tendía únicamente a ver cómo se librarían del apuro presente, no ofreciendo esperanza de ajuste, dio todo el cuidado a la continuación de la guerra. Bibulo, reducido a no poder por mucho tiempo saltar a tierra, molestado de una grave dolencia contraída por el frío y el trabajo, no pudiendo ser curado, ni queriendo entregar a otro su empleo, al cabo se rindió a la violencia del mal. Muerto éste, nadie le sucedió en el mando general de la armada, sino que cada jefe de por sí disponía de su escuadra a su arbitrio.
XVIII. Vibulio, apaciguada la turbación causada por el arribo impensado de César, empezó a dar cuenta de las demandas de César con intervención de Libón, de Luceyo (47) y de Teofanes (48), cuanto antes pudo, con quienes solía tratar Pompeyo los negocios de mayor importancia. A la primera proposición le interrumpió Pompeyo, y mandó no pasase adelante, diciendo: «¿Para qué quiero yo la vida y la patria, que dirán todos se la debo a César? Y nadie podrá persuadirles lo contrario cuando, terminada en esta forma la guerra, vean que por gracia soy restituido a Italia, de donde salí como huyendo». Estas palabras refirieron a César los mismos que las oyeron; mas no por eso desistió de procurar la reconciliación por otras vías.
XIX. Entre los dos campos de Pompeyo y César sólo estaba de por medio el río Apso, y los soldados de parte a parte se hablaban frecuentemente, y durante la plática no se disparaba ni una flecha, como lo tenían entre sí concertado. Un día envió César al legado Publio Vatinio a la orilla misma del río con encargo de proponer las razones más convenientes para moverlos a la paz, y de repetir a voz en grito: «si sería permitido a unos ciudadanos el enviar embajadores a sus conciudadanos; como lo fue a unos forajidos y salteadores de los montes Pirineos; mayormente para tratar de que no se ensangrienten ciudadanos con ciudadanos». Dichas otras muchas cosas afectuosamente como pedía la materia, y escuchándole todos con silencio, respondiéronle de la otra parte: «que Aulo Varrón prometía de venir al día siguiente a conferencia; que de ambas partes podían con toda seguridad intervenir comisarios a exponer libremente sus razones», y señálase para esto la hora. Juntándose en efecto al día siguiente, se arrimó de una y otra parte gran gentío con grande expectación del suceso y muestras de estar inclinados a la paz. Sale de en medio del concurso Tito Labieno y empieza con mucha sumisión a tratar de la paz y disputar con Vatinio, cuando de repente ataja su conversación una lluvia de saetas, de que se libró Vatinio escudado con las armas de los soldados. Con todo, son heridos varios, y entre ellos Cornelio Balbo, Marco Plocio, Lucio Tiburcio, centuriones, con algunos soldados. Entonces grita Labieno: «Ya no se hable más de paces; que nosotros, si no se nos entrega la cabeza de César, en ninguna manera queremos paz».
XX. Por este mismo tiempo en Roma el pretor Marco Celio Rufo, tomando el patrocinio de los deudores, al principio de su gobierno colocó su tribunal junto a la silla de Cayo Trebonio, pretor de Roma, y prometía su favor a quienquiera que apelase de la tasa de los bienes y de las pagas fijadas por los árbitros conforme al corte dado por César. Pero la equidad del edicto, junto con la humanidad de Trebonio, que atentas las circunstancias juzgaba deber templar la justicia con la clemencia y discreción, hacía que no hubiese quién osase apelar primero. A la verdad, el excusarse de pagar por pobreza, pretextar o su propia miseria o la de los tiempos, y alegar las dificultades de hacer almoneda de sus bienes, es propio de corazones apocados; mas confesando sus deudas, pretender conservar sin el menor desfalco la hacienda, ¿no será una grande villanía y desvergüenza? Así que ninguno se hallaba que tal pretendiese. Lo singular es que Celio se portó peor con los mismos cuyos intereses solicitaba; pues habiendo comenzado en la forma dicha, por no incurrir la nota de haber en vano movido un mal pleito, promulgó una ley en que mandaba se pagasen las deudas sin usuras al plazo de seis meses (49).
XXI. Oponiéndose a la ley el cónsul Servilio con los demás magistrados, y pudiendo él menos de lo que pensaba, con el fin de ganar las gentes, abrogada la primera ley, promulgó otras dos: una, en que a los inquilinos eximía de pagar los alquileres anuales de las casas; otra de rebaja de deudas nuevamente escrituradas; y acometiendo a Cayo Trebonio con una gavilla de malcontentos, después de haber herido algunos, le derribó a él del tribunal. Quejóse de este atentado el cónsul Servilio al Senado y el Senado privó a Celio de sus empleos por sentencia. En virtud de ella le prohibió el cónsul la entrada en el Senado, y queriendo él arengar al pueblo, le hizo bajar del tribunal. Con que avergonzado y pesaroso, en público fingió irse a César, pero bajo de cuerda despachó emisarios a Milón, que por el homicidio de Clodio estaba desterrado, convidándole a venir a Italia, con la esperanza de servirse de los que le habían quedado de los magníficos espectáculos dados al pueblo (50), unióse con él y envióle delante a enganchar los pastores de Turia. Celio, llegando a Casilino a tiempo que sus banderas y armas fueron sorprendidos en Capua, sus criados vistos en Nápoles con indicios también de sobornar aquel pueblo, descubiertas sus tramas, fue rechazado de Capua; y temiendo algún mal lance, porque el vecindario se había puesto en armas y declarádole enemigo, desistió del intento y torció el camino. XXII. Milón en tanto, echada por cartas la voz de que cuanto hacía era por orden y mandato de Pompeyo que le había intimado Bibulo, solicitaba a los que creía cargados de deudas. Mas no pudiendo sacar nada de éstos, soltando los presos de algunas cárceles, se puso con ellos sobre Cosa, lugar de Turia, de cuyas almenas, herido con una piedra por el pretor Quinto Pedio (51), perdió la vida; y Celio que iba, según él decía, a verse con César, vino a Turia, donde intentando cohechar algunos de los vecinos, y ofreciendo dineros a ciertos caballeros galos y españoles enviados por César para refuerzo de aquella plaza, ellos le mataron. Con tanto, estos principios de grandes novedades, que por la usurpación de los magistrados y las circunstancias del tiempo tenían sobresaltada la Italia, tuvieron breve y fácil éxito.
XXIII. Libón, saliendo de Orico con su escuadra de cincuenta velas, arribó a Brindis y se apoderó de la isleta situada enfrente del puerto, pareciéndole más importante el guardar aquel puesto, por donde forzosamente habían de salir los nuestros, que tener tomadas todas las costas y puertos. Algunos transportes que allí encontró a su arribo los quemó, y apresó uno cargado de trigo, lo que causó grande espanto en los nuestros; y echando en tierra de noche gente armada y flecheros, desalojó del presidio un destacamento de caballería y cobró tantos bríos por la ventaja de aquel sitio, que luego escribió a Pompeyo que mandase, si quería, retirar las demás naves y carenarlas, que sólo él con las suyas bastaba para impedir los socorros de César.
XXIV. A la sazón se hallaba Antonio en Brindis; el cual, confiado en el valor de su tropa, echó unas cubiertas de zarzos y tablas a unas sesenta chalupas de los navíos grandes; y metiendo en ellas a sus mejores soldados, las repartió por la playa en diversos sitios separados, mandando avanzar hasta el embocadero del puerto a dos galeras que había hecho construir en Brindis como que lo hacía por ejercitar y adiestrar los remeros. Viéndolos Libón adelantarse con demasiada osadía, esperando poder interceptarlas, destacó contra ellos cinco galeras de cuatro órdenes de remos, que corrieron a darles caza; nuestros soldados viejos se retiraron al puerto, seguidos de los contrarios con más ardor que cautela. Las chalupas de Antonio ya listas, dada la señal, en un punto se dispararon por todas partes contra el enemigo, y al primer encuentro apresaron una con sus marineros y tropa, y a las demás obligaron a retirarse vergonzosamente. Tras este daño los piquetes de Antonio apostados en la marina no les dejaban hacer aguada; con que Libón, forzado de la necesidad y cubierto de ignominia, levantó anclas y el bloqueo que había intentado.
XXV. En esto los meses iban pasando y también el invierno, y no acababan de venir de Brindis las naves y legiones a César; si bien a su parecer se habían perdido algunas ocasiones de navegar, pues muchas veces habían soplado vientos favorables de que se debieran haber aprovechado, porque cuanto más avanzaba el tiempo, tanto más alerta estaban a guardar las costas los jefes de las escuadras, y con mayores esperanzas de impedir el desembarco; demás que Pompeyo les escribía continuamente cartas muy agrias diciéndoles, que pues habían dejado pasar a César con sus primeras tropas, se opusiesen al transporte de las últimas; y esperaban que cada día crecería más la dificultad de la navegación aflojando los vientos. Por estos motivos César escribió muy resentido a los suyos de Brindis, ordenándoles que al primer viento favorable se hiciesen a la vela, y dirigiesen su rumbo a Orico o a las costas de Apolonia, donde podrían dar fondo estando libre aquella playa, porque los enemigos no osaban alejarse mucho de los puertos.
XXVI. Llenos ellos de intrepidez y de valor, animándolos mucho los mismos soldados, que ningún peligro rehusaban por amor de César, se hacen a la vela al mando de Marco Antonio y Fusio Caleño, aprovechándose de un viento de mediodía, y al día inmediato pasan por delante de Apolonia y Durazo. No bien fueron avistados del continente, cuando Quinto Coponio, que mandaba en Durazo la escuadra de Rodas, sale del puerto tras ellos, y alcanzándolos ya, porque iba calmando el viento, éste se arreció de repente y salvó a los nuestros. Mas no por eso desistió del empeño de perseguirlos, sino que a fuerza de remos y tesón de los marineros esperaba superar al contratiempo; ni el ver que ya dejaban atrás a Durazo bastó para que dejase de ir en su seguimiento. Los nuestros, bien que favorecidos de la fortuna, todavía no se daban por seguros de la escuadra, caso que se echase el viento. Dando en un puerto nombrado Ninfeo, tres millas de Liso allá, en él entraron las naves. El puerto estaba defendido del ábrego y expuesto al austro; pero menos temieron la furia de la tormenta, que a la escuadra; si bien lo mismo fue entrar en el puerto que con increíble dicha el austro que por dos días había soplado, se trocó en ábrego.
XXVII. Entonces fue de ver la súbita mudanza de la fortuna. Los que poco antes temían dar al través, se miraban en un puerto segurísimo, y los que ponían a peligro nuestras naves, temían el propio. En resolución, con trocarse los vientos, el mismo temporal que favoreció a los nuestros, desbarató las naves de los rodios, por manera que todas (y eran dieciséis entoldadas) dieron al través y naufragaron; y del gran número de marineros y soldados que llevaban a bordo, unos perecieron estrellados contra las rocas, otros fueron cautivados por los nuestros, a todos los cuales César envió libres a sus casas.
XXVIII. Dos embarcaciones zagueras de las nuestras, cerrando la noche, no sabiendo dónde surgieron las demás, quedaron al ancla enfrente de Liso. El gobernador Otacílio Craso, destacando contra ellas muchas barcas y falúas, intentaba cogerlas, y juntamente proponía partidos para la entrega, ofreciendo seguridad a los rendidos. Una de las dos traía a bordo doscientos veinte soldados de la legión de los bisoños; la otra menos de doscientos veteranos. Donde se pudo echar de ver cuánto vale a los hombres una resolución animosa. Pues los nuevos, espantados por la muchedumbre de los esquifes y mareados, bajo de juramento de que no se les haría daño, se rindieron a Otacilio; el cual, traídos a su presencia, sin respetar el juramento, los hizo morir a su vista cruelísimamente. Mas los soldados de la legión veterana, en medio de hallarse no menos desazonados con las bascas de la marejada y ascos de la sentina, mostraron aún en este lance su antiguo valor; y así, so color de ajustar las condiciones de la entrega, entreteniendo al enemigo las primeras horas de la noche, redujeron al piloto a que los echase a tierra, donde cogiendo un puesto ventajoso, pasaron el resto de la noche; y como a la madrugada destacase Otacilio contra ellos cuatrocientos caballos que guardaban aquella costa con otros soldados del presidio, se defendieron y matando algunos de los enemigos, sanos y salvos vinieron a juntarse con los nuestros.
XXIX. A vista de tal hazaña, el cuerpo de ciudadanos romanos, a cuya jurisdicción pertenecía Liso por concesión de César que la hizo también plaza fuerte, se puso en manos de Antonio, proveyéndole de todo. Otacilio, teniéndose por perdido, huye de la ciudad y acógese a Pompeyo. Antonio, desembarcadas todas las tropas, que consistían en tres legiones de veteranos y una de bisoños con ochocientos caballos, despachó a Italia la mayor parte de las naves para transportar el resto del ejército, dejando en Liso unos barcos llamados pontones de los que se usan en la Galia, con la mira de que si por ventura Pompeyo pasase con su ejército a Italia, como corrían voces, suponiéndola indefensa, César tuviese algunas embarcaciones con que poder perseguirle; envíale al punto aviso del lugar del desembarco y del número de soldados que traía consigo.
XXX. Esta noticia tuvieron casi al mismo tiempo César y Pompeyo. Ambos vieron pasar las naves delante de Apolonia y Durazo, y ambos las iban siguiendo por tierra; mas adonde aportaron, lo ignoraban uno y otro los primeras días. Después que lo supieron, los dos tomaron contrarias resoluciones: César la de unirse cuanto antes con Antonio; Pompeyo la de oponérseles en medio del camino, y sorprenderlos, si pudiese, con alguna celada. Mueven, pues, ambos a dos su ejército de sus campamentos del río Apso: Pompeyo a la sordina y a deshoras de noche; César sin disimulo y de día claro. Pero César tenía más que andar, rodeando mucho río arriba para poder vadearle; Pompeyo, sin embarazo alguno en la marcha, no teniendo que pasar el río, a largas jornadas fue por derecho en busca de Antonio, y entendiendo que ya venía cerca, hizo alto en un lugar ventajoso, donde metió y aseguró sus tropas, prohibiéndolas hacer lumbres, porque no fuesen descubiertos. Mas los griegos al instante lo ponen en noticia de Antonio, quien pasándola a César, suspende por un día el viaje, y al siguiente le alcanza César. Pompeyo, por no verse cerrado entre dos ejércitos, abandona su puesto, y con todas las tropas marcha a una villa de los de Durazo por nombre Asparagio, y allí asienta sus reales en sitio ventajoso.
XXXI. En esta temporada Escipión, por ciertos reencuentros (52) habidos junto al monte Amano, se había intitulado Emperador de los Romanos. Con este título había impuesto grandes contribuciones a las ciudades, cobrado de los alcabaleros de su provincia las rentas caídas del bienio antecedente, tomando a préstamo las del año siguiente, y ordenado a toda la provincia le acudiese con gente de a caballo. Con semejantes arbitrios, sin considerar que a las espaldas dejaba enemigos en la frontera a los partos, que acababan de quitar la vida al general Marco Craso y habían tenido bloqueado a Marco Bibulo, arrancó de la Siria las legiones y la caballería; y entrando por el Asia cuando era indecible la turbación y el susto de la guerra de los partos, entre las quejas de los soldados, que protestaban estar prontos a marchar si los llevasen contra el enemigo, mas no contra un ciudadano, y ese cónsul, por acallarlos, condujo las legiones a Pérgamo, y acuartelándolas en las ciudades más opulentas, se las dio a saco, después de haberles hecho donativos muy crecidos.
XXXII. Al mismo tiempo se cobraban con el mayor rigor por toda la provincia las contribuciones y cada día se inventaban impuestos de toda especie a trueque de saciar la codicia. Metían en la capitación las posesiones tanto de los esclavos como de los libres. Gabelas sobre columnas, sobre puertas, trigo, soldados, galeotes, armas, pertrechos, carruaje, todo se recogía. Que una cosa tuviese nombre, no era menester más para la exacción. Poníanse gobernadores no sólo en cada ciudad, sino en cada villa, y aun casi en todas las aldeas. De éstos, quien se portaba con mayor aspereza y crueldad, ese tal era tenido por el hombre más de bien y mejor ciudadano. Estaba llena la provincia de alguaciles y corregidores, de comisionados y recetores, que no contentos con los tributos, hacían también tráfico de sus oficios, dando por excusa, que como andaban fuera de sus casas y patria, estaban faltos de todo, para cohonestar con este pretexto la vileza de su proceder. A las contribuciones universales correspondían las usuras exorbitantes, como sucede ordinariamente en tiempo de guerra, embargada toda la moneda, en cuyas circunstancias decían que la prórroga del plazo era una especie de donación. Con eso se multiplicaron aquel bienio las deudas de la provincia, pera ni por eso cesaban de pedir nuevas cantidades no sólo a los ciudadanos romanos de esta provincia, sino también a todos los gremios y a las ciudades, diciendo que las exigían prestadas a nombre del Senado, al modo que lo hablan practicado en Siria, recibiendo de los recaudadores por empréstito adelantada la paga del año.
XXXIII. Tras esto, Escipión mandaba robar los tesoros del templo de Diana y las estatuas de esta diosa. Al entrar en el templo acompañado de varios senadores convocados a este fin, recibe una carta de Pompeyo y aviso de cómo César había pasado el mar con sus legiones; que se diese priesa a venir con el ejército alzando mano de cualquier otro negocio. Leída la carta, despide a los senadores, dispone el viaje para Macedonia, y a pocos días se pone en marcha. Este incidente salvó los tesoros del templo.
XXXIV. César, unido ya al ejército de Antonio, sacando de Orico la legión allí alojada para guardar la costa, pensaba dar un tiento a las provincias vecinas y adelantar más sus conquistas; y hallándose luego con embajadores de Tesalia y Etolia que prometían la obediencia de aquellos pueblos si les enviaba tropa para la defensa, despachó a Tesia a Lucio Casio Longino con la legión de los bisoños, llamada vigésima séptima (53), y doscientos caballos; a Etolia envió a Calvisio Sabino con cinco cohortes y algunos caballos. Encargóles sobre todo, atenta la vecindad de las provincias, que le proveyesen de granos. Manda asimismo a Cneo Domicio Calvino marchar a Macedonia con dos legiones, la undécima y duodécima, y con quinientos caballos, a causa que Menedemo, primer personaje de aquella parte que llaman libre, despachado con encargos de los suyos, atestiguaba la suma adhesión de todo el país a César.
XXXV. Calvisio entró con tan buen pie, que recibido con sumo contento de todos los etolos, y echados de Calidonia y Lepante los presidios enemigos, se apoderó de toda la Etolia. Casio llegó con su legión a Tesalia, donde, por estar la provincia dividida en dos bandos, se encontraban de diverso humor las ciudades. Egesareto, hombre anciano y poderoso, favorecía el partido de Pompeyo. Petreyo, mancebo nobilísimo, con sus fuerzas y las de los suyos, estaba muy empeñado por César.
XXXVI. Al mismo tiempo Domicio vino a Macedonia, y cuando ya las ciudades con frecuentes embajadas empezaban a declararse, se esparció la voz de que Escipión estaba en el país al frente de sus legiones, haciendo gran ruido su llegada, según que la fama suele siempre abultar las cosas más de lo que son en sí. Éste, sin parar en ningún lugar de Macedonia, va corriendo con gran furia contra Domicio; y no distando ya de él sino veinte millas, tuerce de repente hacia Tesalia contra Casio Longino, con tanta celeridad, que al mismo punto se supo su marcha y su llegada; siendo así que para caminar más expedito, dejó su equipaje en las riberas del río Aliacmón, que separa la Macedonia de la Tesalia, al cuidado de Marco Favonio con ocho cohortes de escolta y orden de levantar allí un fuerte. Por otra parte, la caballería del rey Coto, que solía hacer correrías por la Tesalia, vino volando al campo de Casio, el cual, asustado con la nueva de la llegada de Escipión y la vista de aquellos caballos, que creía ser suyos, se refugió a los montes que ciñen la Tesalia, y desde allí tomó el camino de Ambracia. Mientras Escipión le iba siguiendo a toda prisa, le alcanzó un correo de Marco Favonio, que le avisaba cómo tenía sobre sí a Domicio con las legiones, y que no era posible mantener el puesto encomendado si no le socorría. Con este aviso Escipión muda de idea y de ruta; deja de seguir a Casio, y corre a dar auxilio a Favonio. En consecuencia, no interrumpiendo las marchas día y noche, llegó a tan buen tiempo, que al descubrirse la polvareda del ejército de Domicio, aparecieron los primeros batidores de Escipión. Así a Casio dio la vida la industria de Domicio, como la celeridad de Escipión a Favonio.
XXXVII. Escipión, deteniéndose dos días en las tiendas puestas (54) junto al río Aliacmón, que corría entre ellas y el campo de Domicio, al amanecer del tercero pasó su ejército por el vado, y asentados los reales, al otro día de mañana colocó al frente sus tropas en orden de batalla. Domicio por su parte no dejó de hacer lo mismo; y mediando entre los dos ejércitos un campo de seis millas, avanzó con su gente hasta los reales de Escipión, el cual se mantuvo firme sin salir de su puesto, y a pesar de la impaciencia de los soldados de Domicio, al fin no se dio la batalla. El motivo principal fue porque un torrente intermedio con las riberas quebradas estorbaba el avance a los nuestros; de cuyo ardor y gana de pelear enterado Escipión, recelándose que al día siguiente fuese forzado a pelear mal de su grado o a estar encerrado dentro de la estacada con gran deshonra, como quien, habiendo venido con tanta expectación, por un avance desatinado tenía mal paradero, de noche y sin tocar la marcha vadea el río y vuélvese al lugar donde salió, y allí cerca del río asienta sus reales en un altillo. Al cabo de algunos días, una noche armó una celada en el paraje a que los nuestros los días anteriores solían ir al forraje. Y no hubo bien llegado Quinto Varo, capitán de caballería, a su ejercicio diario, cuando le asaltaron los caballos de la emboscada. Pero los nuestros aguantaron con valor el ataque, y prontamente se pusieron en orden; con que todos unidos revolvieron contra ellos impetuosamente, y matando a ochenta, ahuyentados los demás, sin más pérdida que la de dos hombres, dieron a su campo la vuelta.
XXXVIII. Después de esto Domicio, con la esperanza de atraer a Escipión a batalla, hizo del que alzaba, el campo como forzado por la falta de víveres; y tocando la marcha según costumbre, andadas tres millas, acampó con todo su ejército en un lugar ventajoso y encubierto. Escipión, dispuesto a seguirle, destacó delante la caballería y buen golpe de tropa ligera para rastrear y reconocer la derrota de Domicio. Como fuesen éstas batiendo las estradas, al ir a entrar los primeros en la emboscada, por el relincho de los caballos barruntando lo que sería, empezaron a retroceder; con eso los que iban detrás, advirtieron su vuelta arrebatada, se detuvieron. Los nuestros, viéndose descubiertos, por no perder el lance de todo punto, prendieron dos escuadrones que se les vinieron a las manos juntamente con Marco Opinio, comandante de la caballería. Los soldados de dichos escuadrones o fueron muertos o entregados prisioneros a Domicio.
XXXIX. César, cuando quitó los presidios de la costa, según queda declarado, dejó en Orico tres cohortes de guarnición, encargándoles la custodia de las galeras traídas de Italia, y dándoles por gobernador al legado Acilio. Éste aseguró las naves en lo interior del puerto detrás de la plaza y las amarró a tierra, cegando la boca del puerto con un transporte echado a fondo y aferrado con otro segundo; sobre este segundo erigió un gran torreón opuesto a la entrada misma del puerto, y lo guarneció con soldados que velasen a su defensa en cualquier lance repentino.
XL. Luego que esto supo el hijo de Cneo Pompeyo, vino a Orico, y sacó a remolque a fuerza de maromas el transporte hundido, y combatiendo el otro puesto por Acilio en forma de baluarte, con muchas barcas guarnecidas de torres en equilibrio (55), venció a los nuestros con la porfía y el continuo disparar; como quien peleaba de sitio más elevado, remudando sin cesar los soldados, escalando por tierra los muros de la ciudad, y batiéndolos por mar para distraer las fuerzas de los contrarios. De esta suerte derrocados los defensores (que todos echándose a las lanchas huyeron), se apoderó también de dicha nave, y al mismo tiempo de una lengua de tierra, que de la otra parte formaba una como península contrapuesta a la plaza, y con cuatro barcas puestas sobre cilindros, y empujadas con palancas a lo interior del puerto, arrimándose por una y otra banda a las galeras amarradas a tierra sin tripulación, cuatro de ellas se llevó consigo y quemó las demás. Concluida esta jornada, hizo venir a Decio Lelio de la escuadra de Asia, para que impidiese la introducción de abastimentos en la plaza por el lado de Bulida y Amanda. Él, navegando a Liso, asalta treinta urcas dejadas por Antonio en el puerto, e incendíalas todas; mas emprendiendo la conquista de toda la ciudad, por la resistencia de los ciudadanos romanos a cuyo cargo estaba y de la guarnición de los soldados enviados por César, gastados en el sitio tres días, con menoscabo de alguna gente, se fue sin hacer nada.
XLI. Después que César hubo entendido que Pompeyo estaba en Asparagio, marchando allá con su ejército, y conquistada de camino una villa fuerte de los partinos, en que Pompeyo tenía puesta guarnición, al tercer día llegó a los alojamientos de Pompeyo en Macedonia, acampóse junto, a él, y al día inmediato, poniendo en orden todas sus tropas, le presentó batalla. Viendo que no se movía, retirado a los reales su ejército, quiso probar otra traza; y fue, que al día siguiente, tomando un gran rodeo por un sendero áspero y angosto, se encaminó hacia Durazo, esperando traerle a esta ciudad o cortarle el paso, a causa de que allí tenía Pompeyo almacenadas todas las municiones de boca y guerra. Así sucedió, porque Pompeyo, no penetrando al principio el intento de César, creía que se retiraba por la escasez de bastimentos, viéndole marchar hacia otra parte; mas después, instruido por sus espías, levantó el campo al día siguiente con la confianza de atajarle por otro camino más corto, lo cual barruntándolo César, y animando a sus soldados a sufrir con paciencia el cansancio, sin tomar reposo, excepto un breve rato de la noche, vino de mañana a Durazo a tiempo que se descubría a lo lejos la vanguardia de Pompeyo, y fijó allí sus tiendas.
XLII. Pompeyo excluido de Durazo, ya que no logró su fui primero, valiéndose de otro arbitrio, fortifica sus reales en un altozano llamado la Roca, donde hay una concha de fondo suficiente para surgidero de naves al abrigo de ciertos vientos. Aquí manda conducir parte de las galeras y acopiar pan y demás bastimentos del Asia y de todas las regiones de su dominación. César, conociendo que la guerra iría larga y desconfiando de que le viniesen provisiones de Italia, por estar todas las costas guardadas con tanta diligencia de los Pompeyanos y no aparecer sus escuadras construidas aquel invierno en Sicilia, la Galia e Italia, despachó a Epiro, por granos, al legado Lucio Canuleyo, y por razón de la distancia de aquel país, formó almacenes en varios lugares, encargando a los pueblos comarcanos el acarreo. Mandó asimismo buscar todo el trigo que se hallase en Liso, en los partinos y en todas las poblaciones; éste era bien poco, así por la calidad del terreno áspero y montuoso, en que por la mayor parte le tienen de acarreo, como porque Pompeyo con consideración a esto robó a los partinos los días antecedentes, despojando las casas, abriendo los silos, llevándose a la grupa de los caballos todo el trigo que encontró.
XLIII. En estas circunstancias, César trata de tomar sus medidas conforme a la naturaleza del terreno. Los reales de Pompeyo estaban rodeados de cerros altos y fragosos. En éstos puso lo primero guarniciones y los fortificó con baluarte. Después, en cuanto lo permitía el terreno, tirando líneas de baluarte a baluarte, comenzó a bloquear a Pompeyo con estas miras: primera, para conducir provisiones de todas partes al ejército con menos riesgo, respecto de la escasez que padecía y, sin embargo, de lo mucho que podía Pompeyo con sus caballos; segunda, para impedir las salidas al forraje, y con eso inutilizarle la caballería; tercera, para disminuir el crédito de Pompeyo, que al parecer era su principal apoyo entre las naciones extranjeras, cuando corriese la fama por todo el mundo que César tenía bloqueado a Pompeyo y éste no tenía valor para venir a las manos. XLIV. El hecho es que Pompeyo ni quería desviarse del mar ni de Durazo; porque había aquí metido todo el tren de campaña, armas ofensivas y defensivas y máquinas, y por mar traía bastimentos para el ejército; no podía tampoco estorbar los trabajos de César sin dar batalla, lo que por entonces no juzgaba conveniente. Quedábale sólo un recurso y era, siguiendo la última disposición de la guerra, coger cuantos más collados y ocupar la mayor extensión que pudiese del contorno con guardias avanzadas, y con eso dividir en cuanto le fuese posible las fuerzas de César; y así fue, pues con hacer veinticuatro fortines cogiendo un ámbito de quince millas, dentro de este término encontraba pastos, y aun en medio había muchos sembrados en que podían pacer las bestias. Y así como los nuestros se habían pertrechado con las trincheras tiradas de baluarte a baluarte, temiendo rompiesen por alguna banda los pompeyanos y los cargasen por las espaldas, de la misma forma ellos en su interior recinto se fortificaban con barreras seguidas, para que los nuestros no pudiesen entrar por algún flanco y sorprenderlos por detrás. Es verdad que ellos adelantaban más en sus obras por tener más gente y menos ámbito que fortificar, por estar más hacia el centro. Cuando César quería ocupar algún puesto, dado que Pompeyo estaba resuelto a no pelear por ningún caso de poder a poder, todavía destacaba luego contra él gente de arco y honda de que abundaba; y eran heridos muchos de los nuestros, que habían cobrado gran miedo a las saetas, y aun por eso casi todos se habían hecho sayos, unos de fieltro, otros de torzal y otros de cuero contra los tiros.
XLV. Era grande la porfía de ambos para ocupar los puestos: César, empeñado en estrechar todo lo posible a Pompeyo; Pompeyo, en ocupar cuantos más cerros podía, y sobre esto eran continuos los choques. En cierta ocasión, teniendo ya la legión nona de César tomado un puesto y empezando a fortificarlo, Pompeyo se apostó en el collado vecino que caía al frente y comenzó a estorbar el trabajo de los nuestros; y como de un lado el paso era casi llano, cercándolos primero por todas partes con gente de honda y arco, y echando delante un grueso cuerpo de tropa ligera, y montadas las máquinas de batir, impedía la continuación de las trincheras. Difícil era que los nuestros a un tiempo acudiesen a la defensa y al trabajo. César, viendo que a los suyos los herían por todas partes, determinó retirarse y abandonar aquel puesto. Era la retirada cuesta abajo, con que la carga de los enemigos era más furiosa, sin dejar volver atrás a los nuestros, persuadidos a que desamparaban el sitio de miedo. Es fama que Pompeyo dijo entonces vanagloriándose con los suyos: «Que me tengan por un capitán inexperto, si las legiones de César sin gravísimo daño llegan a retirarse del paraje adonde tan temerariamente se han adelantado».
XLVI. César, temiendo el desorden de la retirada, mandó formar a las vertientes del collado una valla avanzada de zarzos de través contra el enemigo, y que los soldados con este resguardo abriesen un foso de anchura competente, llenándolo todo de fagina y broza. Él, entre tanto en lugares correspondientes, puso listos varios honderos para cubrir la retirada de los nuestros, y con estas prevenciones ordenó que se retirasen. Los pompeyanos por eso mismo con mayor arrogancia y denuedo empezaron a molestar y picar a los nuestros, y echaron abajo los zarzos que servían de parapeto para saltar las fosas. Lo cual advertido de César, porque no pareciese forzada y no voluntaria la retirada, y el estrago fuese mayor, en medio casi de la cuesta, exhortando a los suyos por boca de Antonio, comandante de la legión, manda tocar alarma y revolver de golpe contra el enemigo. Los soldados de la legión nona, apretando en un instante las filas, arrojaron las lanzas, y corriendo furiosamente cuesta arriba, obligaron a los pompeyanos a huir más que de paso, siéndoles a la vuelta de gran tropiezo los setos medio caídos, las puntas de las estacas y las zanjas abiertas. Los nuestros, que únicamente tiraban a retirarse sin daño, muertos muchos de los contrarios, perdidos solos cinco de los suyos, fueron retirándose con grandísimo sosiego, y un poco más acá de aquel sitio, tomados otros recuestos, perfeccionaron su atrincheramiento.
XLVII. Era éste un extraño y nunca usado modo de guerrear, así por tanto número de baluartes, por el espacio que había que bloquear tan dilatado y tan bien fortificado, por el modo de dirigir el bloqueo, como por las demás circunstancias. En todo cerco los sitiadores suelen asediar a los enemigos ya intimidados y flacos o vencidos en batalla, o turbados con algún contraste, hallándose ellos mismos superiores en número de tropas de a pie y de a caballo; y el fin del cerco suele ordinariamente ser el de cortar los víveres al enemigo. Aquí, por el contrario, César, con número mucho menor de soldados, tenía cercadas tropas numerosas con las fuerzas enteras sin menoscabo y sobradas de todo; a más que cada día les llegaban grandes convoyes de navíos cargados de vituallas de todas partes; no podía correr viento que por una banda u otra no trajese algunos (56). Pero César, consumidos todos los granos del contorno, se hallaba en extrema necesidad; si bien los soldados todo lo sufrían con singular paciencia, acordándose cómo el año antecedente después de semejantes apuros en España, con el trabajo y sufrimiento acabaron felizmente una guerra peligrosísima; igualmente como después de la gran penuria padecida en Alesio, y otra mucho mayor en Avarico, salieron vencedores de todas las naciones más poderosas. No hacían ascos de la cebada, ni de las legumbres que les daban; la carne de las reses, que traían del Epiro en abundancia, tenían por gran regalo.
XLVIII. Hallaron también aquí los soldados que habían militado con Valerio cierto género de raíz que se llama cara, la cual, mezclada con leche, les servía de mucho sustento. Amasábanla como el pan; su abundancia era grande, y como los soldados pompeyanos zahiriesen a los nuestros, echándoles en cara el hambre que padecían, ellos les tiraban a manos llenas tortas hechas de esta raíz para desengañarlos.
XLIX. Ya en esto las mieses empezaban a madurar, y la misma esperanza les aliviaba el hambre, confiando de verse muy prestos hartos; con que a menudo repetían en los cuerpos de guardia y conversaciones, «que primero comerían cortezas de árboles que soltar las manos a Pompeyo» y continuamente oían de los desertores que sus caballos apenas se tenían en pie; que las otras bestias habían perecido; que ellos mismos adolecían de varias enfermedades por la estrechura del sitio y el hedor de muchos cadáveres y por las fatigas cotidianas, a que no estaban acostumbrados; sobre todo padecían grande escasez de agua, porque todos los ríos y arroyuelos que iban al mar los desviaba César con acequias, o atajábalos con grandes presas. Pues siendo aquellos lugares montuosos, y estrechos los valles a la boca de las grutas de donde nacen las fuentes, éstas había cerrado con palizadas y estacado de tierra para estancar el agua. Conque les era forzoso buscar lugares bajos y pantanosos para cavar pozos, y añadir este trabajo a las tareas ordinarias; aun estos manantiales caían lejos de algunos presidios, y por los grandes calores se secaban presto. Entre tanto, el ejército de César gozaba de robusta salud, gran copia de agua, y abundaba de todo género de bastimentos, menos trigo, de cuya carestía esperaban por horas verse libres, sazonadas las mieses.
L. En este nuevo linaje de guerra eran nuevas las artes de que se valían unos y otros. Los contrarios, advirtiendo por las hogueras en qué parte de las trincheras hacían los nuestros centinela de noche, arrimándose a la sordina descargaban de un golpe sobre ellos todas sus saetas, y luego echaban a correr a su campo. Los nuestros, escarmentados con la experiencia, ocurrían al daño haciendo en una parte las lumbres y las guardias en otra. LI. Mientras tanto, avisado Publio Sila, comandante del campo en ausencia de César, acudió con dos legiones al socorro de la cohorte, con cuyo encuentro fueron luego rechazados los pompeyanos, que ni aun tuvieron ánimo para resistir al primer encuentro y carga de los nuestros, y derribados los primeros, los demás volvieron las espaldas y cedieron el campo. Mas siguiendo el alcance los nuestros, Sila los detuvo que no lo ejecutasen. Verdad es que los más son de opinión que si lo hubiese querido perseguir batiéndolos con aquel brío, éste hubiera sido el último día de la guerra. A mí no me parece por eso reprensible, porque no es lo mismo ser lugarteniente que general en jefe. El teniente debe atenerse a las órdenes recibidas; el general disponer libremente lo que más importe en los lances. Sila, encargado por César de la guardia de los reales, se contentó con salvar a los suyos, no queriendo arriesgarse a una batalla, que siempre sería dudosa, por no dar a entender que se arrogaba las facultades de general. Los pompeyanos encontraban gran dificultad en la retirada, pues avanzando de aquel mal sitio, treparon hasta ponerse en la misma cumbre. De donde, si bajaban por la cuesta, temían que de arriba los cargasen los nuestros, y ya se hacía tarde; que con el deseo de salir con la empresa, se habían empeñado en la acción hasta la boca de noche. Así Pompeyo, tomando el partido que la necesidad y el tiempo le sugerían, se guareció en sitio distante poco más de tiro de dardo de nuestro fuerte. Aquí se acampó y se fortificó, alojando en él todas sus tropas.
LII. Peleóse al mismo tiempo en otros dos parajes fuera de éste, porque Pompeyo de un golpe asaltó varios baluartes con la mira de distraer nuestras fuerzas y estorbar el auxilio recíproco de los presidios vecinos. En un paraje Volcacio Tulo sufrió la carga de una legión con tres cohortes y la rebatió; en otro los germanos, saliendo fuera de nuestras trincheras, muertos muchos de los contrarios, volvieron sin recibir algún daño.
LIII. En conclusión, echada la cuenta de los seis choques de aquel día, tres en Durazo y tres en las trincheras, sacamos la suma de dos mil pompeyanos muertos con varios veteranos voluntarios, centuriones y oficiales, entre éstos Valerio Flaco, hijo de Lucio el pretor de Asia, y se ganaron seis banderas. De los nuestros en todos los reencuentros faltaron solos veinte. Pero en el fuerte no quedó soldado sin herida, y en una sola cohorte cuatro centuriones perdieron la vida. En suma, para prueba de su aprieto contaron a César treinta mil saetas halladas dentro del fuerte, y ciento treinta agujeros en el escudo que le presentaron del centurión Esceva, a quien César, en atención a sus méritos, le regaló doscientos mil sueldos, y del octavo grado le promovió al primero. Por cuanto a él solo debía en gran parte la conservación del fuerte; a la cohorte dio paga doble, viático, vestuario y otros muy preciosos donativos militares.
LIV. Pompeyo empleó aquella noche en adelantar sus trincheras y los días siguientes en fabricar torres, y habiendo dado quince pies de elevación a la barrera, cubrió con plataforma aquella parte de los reales; dejó pasar cinco días, y la noche del sexto, que por dicha estaba algo anublada, tapiadas todas las puertas de los reales y atrancadas para mayor seguridad, poco después de medianoche sacó el ejército en silencio y retiróse a sus antiguas trincheras.
LV. Ganada la Etolia, Acarnania y Anfiloquia por Casio Longino y Calvisio Sabino, como hemos indicado, pensaba César en dar un tiento al Acaya y adelantar sus conquistas. Con esta mira despachó allá a Fusio Caleño, acompañado de Quinto Sabino, de Casio y sus legiones. Noticioso de su venida Rutilio Lupo, intendente del Acaya por Pompeyo, determinó fortificar el istmo (57) para cerrar el paso a Fusio. Éste tomó a Delfos, Tebas, Orcomeno por entrega voluntaria de sus ciudadanos; algunas otras ciudades entró por fuerza, procurando atraer a las demás por medio de sus comisarios al partido de César. En esto andaba ocupado Caleño.
LVI. César todos los días sin intermisión sacaba sus tropas a campaña por ver si Pompeyo quería venir a las manos, hasta meter sus legiones casi debajo de las trincheras de éste; sólo que la primera fila nunca se ponía a tiro de dardo o de pedrero. Mas Pompeyo por mantener su reputación ordenaba en tal forma su gente delante de los reales, que la tercera línea tocaba las trincheras, y todas las demás podían ser defendidas con los tiros disparados de los bastiones.
LVII. Cuando tal era el estado de las cosas en Acaya y en Durazo, siendo cierta la entrada de Escipión en Macedonia, César, no perdiendo de vista su primer propósito, despáchale a Clodio, su común amigo, a quien él por recomendación de Escipión había dado cabida entre sus más íntimos confidentes. Por mano de éste le remite una carta del tenor siguiente: «Que después de haber tentado todos los medios de paz, el no haberse hasta ahora nada concluido, lo atribuía él a falta de los que había escogido por medianero, porque nunca hallaban sazón de proponerle sus demandas; que Escipión tenía grande autoridad; que no sólo podría representarle lo que juzgase conveniente, mas también compelerle a ello, y corregirle, si errase; que tenía mando absoluto sobre su ejército, de modo que juntaba en su persona la autoridad con el poder para irle a la mano; si así lo hiciese, todos le atribuirían la gloria de haber sosegado la Italia, pacificado las provincias y salvado el imperio. » Con esta carta fue Clodio a Escipión, y los primeros días era escuchado al parecer favorablemente; los siguientes no se le dio audiencia, por haber reñido Favonio, como después de la guerra entendimos, a Escipión sobre el caso, con que Clodio volvió a César sin haber hecho cosa.
LVIII. César, para tener acorralada la caballería de Pompeyo en Durazo y quitarle los pastos, cerró con grandes bastiones las dos entradas, que dijimos ser angostas, y formó en ellas dos rebellines. Pompeyo, viendo que la caballería era inútil, al cabo de algunos días, metida en barcas, la recogió dentro de la estacada. Era tanta la penuria de pastos, que mantenían a los caballos con hojas de los árboles y raíces tiernas de cañas majadas; porque habían consumido ya en forraje todo lo sembrado dentro de las trincheras, y se veían precisados a transportar con larga navegación el heno desde Corcira y Acarnania, y siendo éste muy poco, aumentarlo con pienso de cebada y sustentar los caballos de esta suerte. Pero cuando llegó a faltar de todo en todo, no sólo la cebada, el alcacer y el herbaje, sino también la hoja de los árboles, quedando los caballos en los huesos, hubo Pompeyo de intentar alguna salida de rebato.
LIX. Militaban en las banderas de César Roscilo y Ego, dos caballeros alóbroges, hijos de Abducilo, que por muchos años tuvo el principado en su nación, sujetos de prendas relevantes, que le habían servido muy bien y con mucho valor en todas las guerras de la Galia. Por estas razones les había conferido en su patria las primeras dignidades, solicitando los hiciesen senadores por particular privilegio, y apropiándoles varias posesiones quitadas a los enemigos, después que de pobres los hizo ricos galardonándolos con grandes sumas de dinero. Éstos, por sus proezas, no sólo eran honrados de César, sino también queridos de toda la tropa. Pero abusando de la gracia de César y envanecidos con una necia y bárbara presunción, menospreciaban a los suyos, sisaban del sueldo de la caballería y se alzaban con todos los despojos. Ofendidos de esto sus soldados, se presentaron en cuerpo a César y se quejaron públicamente de sus agravios, acusándolos, entre otras cosas, de que falseaban las listas con plazas supuestas y se quedaban con el sobrante.
LX. César, considerando que no era tiempo éste de usar de rigor y teniendo presentes sus servicios, disimuló por entonces, contentándose con reprenderlos a solas de que hiciesen granjería de sus cargos; y dioles a entender que se fiasen de su benevolencia y esperasen nuevas mercedes, haciendo concepto de las que podían prometerse por las que tenían recibidas. Sin embargo, esta querella los hizo sumamente odiosos y despreciables a los ojos de todos, y bien lo echaban ellos de ver no menos por los vituperios de los otros que por el testimonio de su propia conciencia. No pudiendo sufrir tanto sonrojo, y quizá temiendo no quedar absueltos del todo, sino que se dilataba para otra ocasión su sentencia, acordaron renunciar a nuestra amistad y aventurarse a buscar otras nuevas; y comunicando su mal intento con algunos de sus paniaguados, a quienes no tuvieron recelo en franquearse, primeramente tentaron asesinar, como se supo después, a Cayo Voluseno, comandante de la caballería, por no presentarse a Pompeyo con las manos vacías. Mas viendo la dificultad de poder ejecutarlo, tomando prestada gran cantidad de dinero, so color de restituir lo mal ganado, comprados muchos caballos, se pasaron con sus cómplices a Pompeyo.
LXI. Pompeyo, informado de su ilustre nacimiento y educación noble, que Venían con tanto acompañamiento de hombres y de caballos, y conocidos además por su valor y por la privanza de César, haciendo gala y pompa del caso, los fue mostrando por todas las líneas como en triunfo, cebando la curiosidad de los soldados con la novedad de este espectáculo nunca visto; pues hasta entonces ningún soldado ni caballero había desertado de César a Pompeyo, con ser que cada día venían desertores de Pompeyo a César, y en Epiro y en Etolia, y en todas las regiones ocupadas por César, a cada paso tomaban su partido los soldados alistados por Pompeyo. Mas los tornilleros, como testigos que eran de vista, descubrieron a Pompeyo el estado de nuestras cosas: cuáles fortificaciones estaban imperfectas; cuáles menos bien pertrechadas a juicio de los inteligentes; sin omitir las circunstancias del tiempo, las distancias de los puestos, la poca o mucha vigilancia de los cuerpos de guardia, según eran el genio y habilidad de los comandantes.
LXII. Adquiridas estas noticias, Pompeyo, que ya tenía resuelta la salida como se ha dicho, da orden a los soldados de cubrir con cimeras de mimbres los yelmos y cargar fagina. Dispuestas estas cosas, embarca de noche en esquifes y barcos un buen número de tropa ligera y de los flecheros; y destacadas veinte cohortes del alojamiento principal, las conduce a medianoche hacia la banda de nuestras trincheras que remataban en el mar y era la más distante del cuartel general de César. Endereza también allí las barcas sobredichas, llenas de municiones y soldados ligeros a una con los transportes de que se había servido en Durazo, ordenando lo que debe hacer cada cual. César tenía en este atrincheramiento apostado al comisario de guerra Lentulo Marcelino con la legión nona, y porque andaba enfermo, le había dado por ayudante a Fulvio Póstumo.
LXIII. Había en este paraje un foso de quince pies con un basión contrapuesto al enemigo de diez pies de alto, y el terraplén tenía otros tantos de ancho. A seiscientos pies de este vallado estaba otro opuesto a la parte contraria con terraplén un poco más abajo; porque César, días antes, temiendo no bloqueasen por mar a los nuestros, había tirado allí estos dos valladares a trueque de poder resistir en caso de ser acometido por frente y las espaldas. Pero la grandeza de las obras y el continuado trabajo de tantos días, por haber abarcado con la línea el ámbito de dieciocho millas, no dieron lugar de acabarlo. Así que aun estaba imperfecta la trinchera de travesía contra el mar, que debía unir las dos trincheras, lo que sabía muy bien Pompeyo por relación de los desertores alóbroges y paró notable perjuicio a los nuestros. Pues apenas las cohortes de la legión nona habían montado la guardia por la parte del mar, cuando al improviso muy de mañana se dejaron ver los pompeyanos. Cogiólos de sobresalto su arribo; a un tiempo los que venían en barcas arrojaban saetas contra la trinchera exterior, cegando los fosos de fagina; los legionarios escalando el interior con todo género de baterías y tiros, arredraban a los nuestros, y por los costados se veían anegados de la muchedumbre de flecheros. Con los casquetes de mimbres sobrepuestos a los morriones recibían poco daño de los golpes de las piedras, únicas armas nuestras. En este conflicto, yendo ya de vencida los nuestros, descubrióse la parte flaca de nuestro atrincheramiento, de que arriba se hizo mención, y desembarcando entre los dos vallados en el sitio que aun estaba por fortificar, arremetieron por detrás a los nuestros y derribándolos de una y otra barrera, los forzaron a volver las espaldas.
LXIV. Entendido el desorden, Marcelino destacó algunas cohortes para socorrer a los nuestros, que iban de rota batida; mas viéndolos huir de los reales despavoridos, ni los pudieron detener ni resistir tampoco ellos mismos al ataque de los enemigos. De esta suerte cuantos venían de refresco, desconcertados con el temor de los fugitivos, aumentaron el terror y el peligro, pues con el tropel de tanta gente se hacía más embarazosa la retirada. En esta refriega hallándose herido de muerte el alférez mayor, en el último aliento mirando a los suyos: «Esta insignia, dice, yo la he guardado fielmente muchos años en vida, y ahora que muero, la restituyo con la misma lealtad a César. Por vida vuestra que no permitáis se cometa la mayor mengua militar que jamás ha sucedido en el ejército de César, antes restituídsela salva.» De esta manera se salvó el águila, muertos todos los centuriones de la primera cohorte, menos el principal.
LXV. Ya los pompeyanos, después de una gran matanza de los nuestros, se iban acercando a las tiendas de Marcelino con no pequeño espanto de las demás cohortes, cuando Marco Antonio, alojado en el cuartel de los presidios más cercanos, sabido el caso, se veía bajar de lo alto con doce cohortes. Lo mismo fue llegar él, que reprimir su ardor los contrarios y empezar a cobrar espíritu los nuestros, volviendo en sí del susto. Poco después César, viendo el humo de los baluartes, seña en que habían convenido de antemano, con algunas cohortes destacadas de los presidios acudió allá también. Y advertido del daño, y juntamente que Pompeyo desamparando las trincheras ponía sus alojamientos a las orillas del mar, para lograr el paso libre así para el forraje como para la navegación; mudando de idea, ya que no salió bien la primera, mandó abrir sus trincheras junto a las de Pompeyo.
LXVI. Concluida la obra, observaron las atalayas de César que ciertas cohortes, que al parecer componían una legión, estaban detrás del bosque y de camino para los reales primeros. El sitio de los tales reales era éste (58): los días antes la nona legión apostada contra las tropas de Pompeyo, y fortificándose según lo dicho, pasa allí sus estancias; éstas venían a terminar en un bosque, y no distaban del mar más de cuatrocientos pasos. Después, mudando de idea por ciertos motivos, César los trasladó un poco más allá de aquel paraje, el cual, pasados algunos días, vino a ocuparle Pompeyo; y por cuanto aguardaban otras legiones, dejando dentro en pie este vallado, lo coronó por fuera con una cerca mucho más espaciosa, de suerte que los reales menores, engastados en los mayores, formaban una especie de fortaleza. Asimismo desde la esquina izquierda del bastión tiró una trinchera de cuatrocientos pasos hasta el río, a propósito de tener a mano y segura el agua. Verdad es que Pompeyo, por razones que no es menester referirlas, mudando de idea, abandonó aquel puesto. Así quedaron por muchos días vacíos aquellos reales. Con todo, las fortificaciones estaban en pie.
LXVII. Entrada aquí la legión con su bandera, dieron el aviso las atalayas a César. Eso mismo aseguraban haber visto de algunos baluartes más altos. Este sitio distaba media milla de los reales de Pompeyo. César, con la esperanza de sorprender esta legión, y el deseo de resarcir las pérdidas de aquel día, dejó en sus trincheras dos cohortes en ademán de continuar los trabajos, y él en persona, por un sendero, extraviado, con el mayor disimulo posible, divididas en dos columnas las otras treinta y tres cohortes entre los cuales iba la nona legión muy menoscabada por la muerte de tantos oficiales y soldados, movió hacia los reales menores al rastro de la legión de Pompeyo. Y no le salió fallida su esperanza, pues llegó primero que pudiese barruntarlo Pompeyo, y en medio de ser tan grandes las fortificaciones, dando prontamente el asalto con el ala izquierda, donde él se hallaba, barrió la trinchera. Estaban delante las puertas atravesados unos caballos de frisa; aquí fue preciso forcejear algún tanto porfiando los nuestros por romper y ellos oponiéndose a viva fuerza, defendiendo el puesto valerosísimamente Tito Pulción, el mismo que fue autor de la traición cometida contra el ejército de Cayo Antonio. Pero al fin los nuestros pudieron más; y hecho añicos el erizo, primero forzaron las trincheras y después la fortificación del centro, y porque la legión batida se había refugiado allí, mataron algunos que hacían resistencia.
LXVIII. Mas la fortuna, que tiene muchísima mano en todo y más en la guerra, por motivos pequeños suele causar grandes revoluciones, como aquí se vio. Las cohortes del ala derecha de César, buscando la puerta, fueron siguiendo la línea de la trinchera, que se dijo arriba remataba en el río, persuadidos a que fuese la cerca de los reales. Cuando echaron de ver que terminaba en el río y nadie la guardaba, al instante la asaltaron y tras ella toda nuestra caballería.
LXIX. Después de largo rato que andaban en esto, Pompeyo avisado del hecho, destacó la quinta legión en ayuda de los suyos; y al mismo tiempo su caballería venía arrimándose a la nuestra, y los nuestros, que se habían apoderado de los reales, divisaban su infantería puesta en orden, con que al momento se trocaron las suertes. La legión de Pompeyo, animada con la esperanza de pronto socorro, se hacía fuerte en la puerta principal y aun revolvían con osadía contra los nuestros. Como la caballería de César iba entrando en las trincheras por un paraje angosto, mal segura de la retirada, tentaba la huida. El ala derecha, viéndose tan separada de la izquierda, observando el miedo de los caballos, para no ser oprimida, trataba de retirarse por donde acababa de introducirse; y los más de ellos, por librarse de las apreturas, se precipitaban del vallado que tenía diez pies de alto, y atropellando a los primeros por encima de sus cuerpos buscaban escape y salida. Los soldados de la izquierda, mirando por una parte la presencia de Pompeyo, y por otra la fuga de los suyos, temiendo no quedar acorralados con el enemigo por fuera y por dentro, solicitaban escapar por donde habían venido. Todo era confusión, terror y fuga; tal, que asiendo César con su mano los estandartes de los que huían y mandándoles parar, unos, apeándose de los caballos, proseguían su carrera, otros soltaban de miedo sus banderas, y ni uno siquiera se detenía.
LXX. En tan grande avenida de males, el no perecer todos estuvo en que quiso la fortuna que Pompeyo, receloso de asechanzas, estuvo algún tiempo sin atreverse a llegar a las trincheras; y es que, a mi ver, todo esto le cogía de nuevo, habiendo visto poco antes huir de los reales a los suyos, y su caballería, como el tropel de los nuestros tenía cegadas las puertas y desfiladeros, no podía romper para seguirlos. Tan grandes fueron los males y bienes que resultaron de muy pequeños principios; pues hallándose los nuestros dueños de los reales, la trinchera tirada desde éstos al río privó a César de la victoria segura y rodada, pero esto mismo dio la vida a los nuestros por haber retardado la celeridad de los enemigos en perseguirlos.
LXXI. En las dos batallas de este día perdió César novecientos sesenta soldados rasos, y los nobles caballeros romanos Tuticano Galo, hijo del senador; Cayo Felginate, de Plasencia; Aulo Granio, de Puzol; Marco Sacrativiro, de Capua, y treinta y dos entre tribunos y centuriones, si bien es verdad que una gran parte de éstos pereció sin combate atropellada en los fosos, en las estacadas y en las riberas del ríe a causa del terror pánico y tropelía de los suyos. Perdiéndose treinta y dos banderas. Pompeyo por esta batalla fue aclamado Emperador de los romanos. Mas aunque tomó este título y permitió que con él le llamasen, nunca adornó con laurel sus cartas ni sus armas. Labieno, habiendo de él recabado que dejase a su disposición los prisioneros, haciéndolos salir a vista de todo el campo, con el fin, sin duda, de acreditar su fidelidad el tornillero, llamándolos camaradas, les preguntaba por mofa: «si era uso de soldados viejos el huir», y los hace degollar en presencia de todos.
LXXII. Con estos sucesos cobraron tanta presunción y orgullo los pompeyanos, que ya no pensaban en continuar la guerra, sino que la daban por acabada con esta, en su concepto, victoria completa. No reflexionaban que la ocasión de vencer fue por el poco número de nuestra gente, lo peligroso del sitio, el haberse hallado cogidos en las trincheras con los enemigos por dentro y por fuera, dividido el ejército en dos trozos, sin poder el uno amparar al otro. Tampoco consideraban que no hubo aquí encuentro porfiado ni choque de poder a poder, y que los nuestros se hicieron a sí mismos con el tropel y la premura más daño del que recibieron del enemigo. Finalmente, no se hacían cargo de las contingencias de la guerra; cuántas veces por ligeros motivos o de una falsa sospecha, o de un terror pánico, o de un escrúpulo que se atravesó, resultaron gravísimos perjuicios; cuántos fracasos o por imprudencia del general, o por descuido del subalterno han sucedido en los ejércitos, sino que, como si hubiesen vencido por valor, y la fortuna fuese invariable, celebraban la victoria de este día y despachaban correos con la noticia por el orbe universo.
LXXIII. Viendo César frustrados sus primeros designios, juzgó que debía mudar totalmente de plan. En conformidad, retiró luego todas las guarniciones, dejó el bloqueo, y unido en un solo lugar todo el ejército, arengó a los soldados, exhortándolos «a no turbarse ni acobardarse por este mal suceso; antes contrapusiesen tantas acciones gloriosas a una sola desgraciada, y ésa no muy considerable, gracias a la fortuna, que puso en sus manos a toda Italia sin derramar una gota de sangre; que pacificaron las dos Españas defendidas por gente belicosísima y caudillos sumamente diestros y experimentados; que se hicieron dueños de las provincias vecinas fertilísimas. En fin, estar fresca la memoria de la felicidad con que por medio de las escuadras enemigas, cerrados todos los puertos y aun cubiertas las costas, llegaron todo a salvamento. Si acaece algún revés, conviene con la industria suplir la falta de fortuna. El que acababa de suceder más era efecto del capricho de ella que de su propia culpa; pues él había escogido lugar seguro para el combate, y así logró forzar las trincheras, echar de ellas a los enemigos y vencerlos en la refriega; mas ya fuese su misma turbación, ya algún engaño, ya fuese la misma fortuna la que nos torció la victoria ya ganada y nos lo quitó de las manos, todos debemos esforzarnos a reparar las quiebras con mayor ánimo. Convirtiesen, pues, el mal en bien, como lo hicieron en Gergovia, y los que antes han huido de pelear, vayan ahora de su grado a presentar al enemigo la batalla».
LXXIV. Concluida su arenga, degradó algunos abanderados y los depuso. Por lo demás, el ejército quedó tan pesaroso de aquel desmán (59) y con tanta impaciencia de borrar la infamia, que no necesitaban de la voz de tribunos y centuriones, sino que cada cual, como en pena de su pecado, se imponía los trabajos más pesados, y todos igualmente ardían en deseos de venir a las manos; tanto, que algunos oficiales del primer orden proponían no moverse de allí sin aventurar el caso a una batalla. César, al contrario, no se fiaba todavía de los soldados no bien recobrados del susto, y pensaba en tomar tiempo para que cobrasen de todo punto sus bríos, demás que fuera de las trincheras dábale cuidado la provisión del ejército. Así que, sin la menor dilación, si no es la precisa para la cura de los heridos y enfermos, a prima noche despachó en silencio delante todos los carruajes a Apolonia con orden de no reposar hasta el fin de la jornada, dándoles una legión por escolta.
LXXV. Desembarazado de esto, se reservó dos legiones en los reales; las otras hizo que a la cuarta vela desfilasen por diversas partes y tomasen la misma vereda; y dejando pasar un breve rato, así para guardar la disciplina militar, como para ocultar todo el tiempo posible su partida, mandó tocar la marcha, y saliendo al instante y alcanzando la retaguardia, desapareció de los reales. Sabida su resolución, no fue menor la diligencia de Pompeyo en seguirle; antes con la mira de pillarnos embarazados con la marcha y despavoridos, alza su campo, enviando delante la caballería para picar nuestra retaguardia, si bien no pudo alcanzarla, porque César, yendo por un buen camino, se había adelantado mucho. Mas viniendo al río Génuso, dificultoso de pasar, la caballería, encontrando a los últimos, los detenían trabando algunas escaramuzas. Contra ella destacó César la suya con un escuadrón volante de cuatrocientos de los que pelean delante de las banderas, que acometieron tan denodadamente a los contrarios, que mataron a muchos, rebatieron a todos y ellos volvieron libres a la marcha.
LXXVI. César, concluida la jornada entera de aquel día en la forma que se propuso y pasado el río Genuso, se alojó en su antiguo campo enfrente de Asparagio, metiendo todas sus tropas dentro de las trincheras, y enviada la caballería en busca de forraje, ordenó que prontamente por la puerta Decumana se restituyese a los reales. Del mismo modo Pompeyo, concluida la jornada de este propio día, plantó sus tiendas en el campo contiguo junto a Asparagio, y sus soldados, no teniendo en qué ocuparse, por estar las fortificaciones en ser, salían lejos a buscar leña y forraje; y puestas a recaudo las armas en el rancho, convidados de la cercanía de los otros reales, íbanse allá a recobrar sus utensilios y mochilas, de que gran parte quedara allí por lo acelerado de la marcha. César, previendo que con eso se imposibilitaban para irle a los alcances, casi al hilo del mediodía tocando a marchar, saca su ejército, y doblada la jornada de lo restante del día caminó ocho millas; lo que no pudo hacer Pompeyo por la dispersión de sus soldados.
LXXVII. Al otro día César, despachado de la misma manera su bagaje delante a boca de noche, él sale a la cuarta vigilia para estar expedito a cualquier trance, si le fuese preciso pelear sobre la marcha. Eso mismo practicó los días siguientes; por cuya causa ningún desmán le sucedió, aunque tuvo que pasar ríos muy hondos y caminos muy fragosos; cuando Pompeyo, con la demora del primer día, no sirviéndole nada el cansancio de los demás, aunque más alargaba las jornadas a propósito de alcanzar a los que siempre iban delante, al cuarto día vino a desistir del empeño, y resolvió de tomar otro consejo.
LXXVIII. A César era indispensable ir la vuelta de Apolonia, para dejar allí los heridos, pagar la tropa, confirmar a los que se habían declarado por él y poner presidios en las ciudades. Pero en todas estas cosas gastó sólo aquel tiempo que le permitía lo acelerado de su viaje; y es que, cuidadoso de que Pompeyo no sorprendiese a Domicio, no hallaba sosiego hasta verse unido con él. Sus ideas en orden a la continuación eran éstas: si Pompeyo tomaba el mismo camino desviado del mar y de los almacenes llenos de Durazo, privado de la comodidad de las provisiones, le había de obligar a pelear, siendo ya igual el partido; si pasase a Italia, unido su ejército con el de Domicio, marcharía por el Ilírico al socorro de la Italia; si tentase la conquista de Apolonia y Orico para quitarle toda comunicación con la marina, él, yendo a sitiar a Escipión, haría venir a estotro por fuerza a dar socorro a los suyos. Con estas miras César despachó correos a Cneo Domicio (60) declarándole su voluntad, y dejadas en Apolonia de guarnición cuatro cohortes, una en Liso, tres en Orico y a su cuidado los heridos, prosiguió su marcha por Epiro y Acarnania. Pompeyo, por su parte, rastreando por conjeturas el intento de César, trataba de darse priesa para socorrer a Escipión, caso que César fuese allá; y si no quisiese apartarse de las costas y de Corcira, por estar esperando nuevas tropas de infantería, en ese caso pensaba echarse con todas las suyas sobre Domicio.
LXXIX. Así marchaban entrambos con igual solicitud y celeridad para socorrer a los suyos y no perder la ocasión de sorprender a los contrarios. Pero a César el viaje de Apolonia le había desviado del camino recto. Pompeyo, por la calzada de Candavia (61) caminaba en derechura la vía de Macedonia. Tras eso vino otro azar no pensado, y fue que Domicio, que hasta entonces había estado frente a frente de Escipión, por falta de pan tuvo que alejarse de él hacia Heraclea Sentica, ciudad sita al pie de la cordillera de Candavia; de suerte que parecía que la fortuna misma se lo entregaba en las manos a Pompeyo. Todo esto ignoraba César; a tiempo que las cartas de Pompeyo esparcidas por todas las provincias y ciudades, blasonando de la victoria de Durazo con más encarecimiento y engreimiento de lo que sufría la verdad, no corría otra noticia sino que «César derrotado iba huyendo, perdido casi todo su ejército». Por esto no hallaba seguridad en los caminos y algunas ciudades se le habían rebelado. Por los mismos, diversos correos enviados de César a Domicio y de Domicio a César, aun tentando diferentes sendas, nunca pudieran arribar a su destino. Pero los alóbroges confidentes de Roscilo y de Ego, que dijimos haberse pasado a Pompeyo, topando en el camino los batidores de Domicio, bien fuese por la familiaridad antigua contraída en las guerras de la Galia, o bien por vanagloria, les contaron una por una todas las cosas sucedidas, certificándolos de la partida de César y de la llegada de Pompeyo. Domicio con esta noticia, ganando la ventaja de cuatro horas no cabales, por favor de los enemigos evitó el peligro, y junto a Eginio, lugar situado en la frontera de Tesalia, vino a encontrarse con César.
LXXX. Unidos los dos ejércitos, César llegó a Gonfos, primer pueblo de Tesalia viniendo de Epiro, que, pocos meses antes de su grado había enviado diputados a César ofreciéndole todos sus haberes y pidiéndole presidio de soldados. Pero ya estaban preocupados por la fama tantas veces repetida del choque de Durazo, cada día más y más exagerado. Por lo cual Androstenes, adelantado de Tesalia, queriendo más ser compañero de la victoria de Pompeyo que participante de la desventura de César, mete dentro de la ciudad toda la chusma de esclavos y libres de las alquerías, cierra las puertas, y envía por socorro a Escipión y a Pompeyo, diciendo que si le acuden presto, no desconfía de mantener la plaza, por ser fuerte, mas que no puede por sí solo sostener un largo asedio. Escipión, con la noticia de haberse los dos ejércitos retirado de Durazo, había conducido sus legiones a Larisa. Pompeyo todavía estaba distante de Tesalia. César, fortificados sus reales, da orden de aprontar zarzos y hacer escalas y árganos para dar luego el asalto. Estando ya todo a punto, esforzando a sus soldados, les mostró «cuánto importaba para abastecerse de todo lo necesario la conquista de esta ciudad llena y rica, su castigo para escarmiento de los demás, y la ejecución pronta, primero que pudiese ser socorrida». Así, aprovechándose de la buena disposición y ardor de sus soldados, el mismo día de la llegada emprendiendo a las nueve horas de sol el asalto de una plaza guarnecida de muros altísimos, la conquistó antes de su puesta y la dio a saco a los soldados; y sin detenerse, moviendo desde allí su campo, pasó a Metrópoli antes que allá se supiese la toma de Gonfos.
LXXXI. Los metropolitas al principio con la misma resolución en fuerza de las mismas hablillas, cerradas las puertas, se pusieron en armas sobre los muros; pero después, advertidos de la desgracia de Gonfos por los prisioneros, que César de propósito mandó mostrarse ante los muros, abrieron las puertas. Y como fuesen tratados con toda humanidad, cotejada la dicha de los metropolitas con la desdicha de los gonfeses, no hubo ciudad en Tesalia que no franquease la entrada y se rindiese a César, a excepción de Larisa, ocupada con los grandes ejércitos de Escipión. César, hallando un terreno espacioso entre campos cubiertos de mieses ya casi maduras, allí determinó aguardar a Pompeyo y plantar el teatro de la guerra.
LXXXII. Pocos días después llegó Pompeyo a Tesalia, y arengando en presencia de todo el ejército, da gracias a los suyos, y a los de Escipión convidó a que se dignasen de tomar parte en los despojos y premios de la victoria ya ganada. Dicho esto, y alojando todas las legiones en un mismo campo, igualando consigo en la dignidad a Escipión, manda le hagan los mismos honores y levanten un pabellón imperial semejante al suyo. Engrosadas las tropas de Pompeyo y juntos dos grandes ejércitos, confirman todos en la opinión, y aun conciben mayores esperanzas de la victoria; en tanto grado, que toda dilación para ellos era lo mismo que retardar su vuelta a Italia; que si Pompeyo trataba tal vez los negocios con mayor pausa y reflexión, decían ser obra de un día; sino que él gustaba de mandar y servirse como de criados de los principales señores romanos (62); y aun se declaraban sin rebozo unos contra otros opositores sobre las recompensas y dignidades sacerdotales, y repartían el consulado por años. Otros pretendían las casas y haciendas de los que seguían a César, y tal vez hubo en el consejo gran debate sobre si convendría en las primeras juntas que se hiciesen para nombramiento de pretores proponer a Lucio Hirro, ausente, enviado por Pompeyo a los partos, ejecutando sus deudos a Pompeyo con la palabra que le había dado al despedirse, porque no se pensase que le había engañado con su autoridad, alegando los contrarios no ser justo, siendo igual el trabajo y el peligro, distinguir a Hirro en el premio.
LXXXIII. Hasta sobre el supremo sacerdocio de César fueron tantas la? reyertas que habían todos los días entre Domicio, Escipión y Lentulo Espinter, que llegaron a prorrumpir en injurias, alegando Lentulo el privilegio de su ancianidad, preciándose Domicio del séquito y aceptación que lograba con el pueblo y Escipión muy presuntuoso por el parentesco de Pompeyo. Acusó también Accio Rufo a Lucio Afranio ante Pompeyo de haber perdido por traición su ejército en la guerra de España, y llegó a decir Lucio Domicio en el consejo, que su dictamen era que, acabada la guerra, se diesen tres tarjetas a los jueces que habían de sentenciar las causas de los senadores que no los habían acompañado en la guerra, quedándose en Roma, o metidos en los presidios de Pompeyo, sin contribuir con nada a la milicia. Una tarjeta debía servir para los que fuesen absueltos, otra para los que mereciesen pena capital, y la tercera para señalar las multas pecuniarias. En conclusión, todos andaban ocupados en pretender honras o riquezas, o la venganza de sus enemigos. No cuidaban del modo de vencer, sino de la manera de disfrutar la victoria.
LXXXIV. César, entre tanto, hechas sus provisiones, reforzados sus soldados, cuyos bríos a su parecer daban bastantes pruebas de haber recobrado vigor después de los sucesos adversos de Durazo, quiso tentar cuáles eran los pensamientos y resolución de Pompeyo en orden al combate. A este propósito sacó a campaña su ejército y ordenóle en batalla, primero sin salir de su recinto y algo lejos de los reales avanzando hasta tocar con su vanguardia las calinas de los alojamientos pompeyanos. Con eso cada día cobraba mayor denuedo el ejército. Como quiera, con los caballos usaba siempre de la industria insinuada, pues siendo con mucho más inferior en número, entresacando de las primeras filas los soldados mozos más ágiles y sueltos, les mandaba jugar las armas al estribo de los caballos, y con el ejercicio cotidiano adiestrarse a semejantes evoluciones. Lo cual tuvo tan buen efecto, que mil caballos, cuando llegaba el caso, se tenían contra siete mil pompeyanos aun en campo raso, sin que los asustase la muchedumbre; antes bien uno de estos días los vencieron en una escaramuza y mataron entre otros a uno de los alóbroges huidos a Pompeyo, según queda dicho.
LXXXV. Pompeyo, como estaba alojado en la cumbre, escuadronaba sus gentes al pie del monte, siempre por ver, a lo que parecía, si César se empeñaba en algún mal paso. César, convencido de que por ningún arte se arrestaría Pompeyo a dar la batalla, creyó sería lo mejor mover de aquel sitio las tropas y andar siempre en movimiento, esperando que con la mudanza continua de lugares hallarían más oportunidad de hacer provisiones, y juntamente alguna vez se le presentaría ocasión de venir a las manos, o por lo menos, con tantas marchas y contramarchas, fatigaría el ejército de Pompeyo, poco acostumbrado a semejante trabajo. Con este designio, dada la señal de la marcha y alzadas las tiendas, se observó que las tropas de Pompeyo poco antes, fuera de su costumbre ordinaria, se habían apartado de las trincheras a tal distancia que parecía se podía pelear en sitio no del todo malo. Entonces César, saliendo ya de las puertas su vanguardia: «Aquí es preciso, dice, suspender la marcha y disponernos para el combate que tanto hemos deseado; animémonos a pelear; que quizá no hallaremos otra ocasión como ésta. » Y al punto saca fuera sus tropas sin más tren que las armas.
LXXXVI. Igualmente Pompeyo, según después se supo, estaba determinado a combatir a instancias de todos los suyos, y aun se había dejado decir los días pasados en consejo pleno: «Que antes de disparar un tiro, el ejército de César sería derrotado». Maravillándose los demás de tal dicho: «Bien sé, dijo él, que prometo una cosa al parecer increíble, pero oíd en qué me fundo para no dudar del suceso: tengo persuadido a nuestros soldados de a caballo (y ellos me han ofrecido de hacerlo) que cuando estemos ya cerca, desfilen hacia el ala derecha y la acometan por el costado abierto, de suerte que rodeándole por la espalda, quede atónito y batido su ejército antes de disparar nosotros un tiro. Con tal arte, sin riesgo de las legiones y sin derramar sangre, pondremos fin a la guerra, cosa no muy dificultosa, siendo tan poderosa nuestra caballería. » Amonestóles también «que en el lance estuviera alerta, y ya que tenían la batalla en las manos, no dejasen burladas las esperanzas de todos».
LXXXVII. Cógele la palabra Labieno deprimiendo las tropas de César, y alabando sumamente la conducta de Pompeyo con decir: «No creas, Pompeyo, ser éste aquel ejército conquistador de la Galia y de la Germania. Yo me hallé presente a todas las batallas. No afirmo cosa que no la tenga bien averiguada. Una mínima parte de aquel ejército es ésta; la mayor pereció, ni pudo ser otra cosa con tantas batallas. Muchos consumió la peste en Italia, muchos se fueron a sus casas, muchos se quedaron en el continente. ¿Por ventura, no habéis oído que de solos los que quedaron enfermos en Brindis (63) se han formado muchas cohortes? Estos que aquí veis son reclutas de las levas de estos años hechas en la Galia Cisalpina, y los más se componen de riberanos de la otra parte del Po. Por lo demás, el nervio del ejército quedó deshecho en las batallas de Durazo. » Dicho esto, juró de no volver al campo a menos de salir vencedor, induciendo a todos a hacer lo mismo. Otro tanto juró Pompeyo alabando el pensamiento, y no hubo entre tantos quien dudase hacer igual juramento. Hecho esto de común consentimiento, salieron todos del consejo llenos de esperanza y alegría. Y ya se anticipaba la victoria, no pudiendo creer que de ese modo se afirmase una cosa de tanta monta y por un tan experimentado caudillo sin grande certidumbre.
LXXXVIII. César, al acercarse a los reales de Pompeyo, reparó que su ejército estaba ordenado en esta forma: en el ala izquierda se veían las dos legiones cedidas por César de orden del Senado al principio de las desavenencias; la una se llamaba primera, tercera la otra. Este puesto ocupaba Pompeyo mismo; Escipión el cuerpo de batalla con las legiones de Siria; la legión de Cilicia juntamente con las cohortes españolas transportadas por Afranio, formaban el ala derecha. Éstas consideraba Pompeyo ser sus mejores tropas; las demás estaban repartidas entre el centro y las alas, y todas completaban ciento diez cohortes y el número de cuarenta y cinco mil combatientes. Dos mil eran los voluntarios veteranos, que por los beneficios recibidos de él en otras campañas vinieron a ésta llamados y los había entreverado en todas las filas. Siete cohortes tenía puestas de guarnición en las tiendas y en los presidios vecinos. El ala derecha estaba defendida por las márgenes escarpadas de un arroyo (64), por lo cual cubrió la izquierda con la tropa de a caballo, y de flecheros y honderos.
LXXXIX. César, siguiendo su antiguo plan, colocó en el costado derecho a la legión décima y en el izquierdo a la nona, bien que muy disminuida por las rotas de Durazo, y de propósito unió a ella la octava, casi haciendo de las dos una, para que recíprocamente se sostuviesen; las cohortes que tenía en el campo de batalla eran ochenta, y treinta y dos mil soldados. En los reales dejó dos cohortes de guardia. Antonio mandaba la izquierda, Publio Sila la derecha, Cneo Domicio el centro; él se puso frente por frente de Pompeyo. Mas echando entonces de ver el flanco indicado, temiendo no fuese atropellada el ala derecha de la multitud de caballos, entresacó prontamente de cada legión de la tercera línea una cohorte (65), y con ellas formó el cuarto escuadrón, oponiéndolo a la caballería enemiga, declarándole el fin que en esto llevaba y que en su valor estaba librada la victoria de aquel día. Mandó al mismo tiempo al tercer escuadrón y a todo el ejército que ninguno acometiese sin su orden; que a su tiempo él daría la señal tremolando un estandarte.
XC. En seguida después, exhortando al ejército al estilo militar, y ponderando sus buenos oficios para con él en todos tiempos, ante todas cosas protestó, «como podía poner por testigos a todos los presentes del empeño con que había solicitado la paz; de las proposiciones hechas por Vatinio en presencia de los dos ejércitos; de la comisión dada a Clodio para tratar de ajuste con Escipión; los medios de que se valió en Orico con Libón sobre enviar embajadores de paz que jamás quiso que por él se derramase sangre, ni privar a la República de uno de los ejércitos». Concluido el razonamiento, a instancias de los soldados, que ardían en vivos deseos de combate, dio con la bocina la señal de acometer.
XCI. Servía de voluntario en el ejército de César, Crastino, comandante de la primera centuria que había sido el año anterior en la legión décima, hombre de singular esfuerzo. Éste, oída la señal: «seguidme, dice, antiguos camaradas míos, y prestad a vuestro general el servicio que le habéis jurado. Ésta es la última batalla; la cual ganada, él recobrará su honor y nosotros nuestra libertad». Y vueltos los ojos a César: «hoy es, dijo, señor, el día en que a mí, vivo o muerto, me habrás de dar las gracias». Diciendo y haciendo, arremetió el primero por el ala derecha, y tras él ciento veinte soldados escogidos de los voluntarios de su misma centuria. XCII. Entre los dos campos mediaba el espacio suficiente para atacarse los dos ejércitos. Pero Pompeyo había prevenido a los suyos que aguantasen la primera descarga de César, ni se moviesen punto de sus puestos, dejando que los enemigos se desordenasen. Esto decían haber hecho a persuasión de Cayo Triario con el fin de quebrantar el primer ímpetu del ataque enemigo y darles lugar a que se desbandasen, y entonces unidos echarse sobre ellos en viéndolos sin formación; que recibirían menos daño de los tiros de los enemigos estando quietos, que saliendo al encuentro, y con la esperanza también de que los soldados de César, teniendo que doblar la carrera, quedarían sin aliento y sin fuerzas del cansancio. Lo cual a mí me parece haberse hecho contra toda razón; pues que naturaleza infundió al hombre ciertos espíritus y bríos, que con el ardor del combate llegan a inflamarse, y que un buen capitán, lejos de apagarlos, más debe fomentarlos; y no sin razón establecieron los antiguos que, al comenzar la batalla, resonasen por todas partes los instrumentos bélicos y todos a una levantasen el grito, sabiendo que así los enemigos se aterraban y hacían coraje los suyos.
XCIII. Los nuestros, dada la señal, avanzando con las lanzas en ristre y advirtiendo que no se movían los pompeyanos, como prácticos y enseñados de otras batallas, por sí mismos pararon en medio de la carrera, porque al fin no les faltasen las fuerzas, y tomando aliento por un breve rato, echaron otra vez a correr, arrojaron sus lanzas, y luego conforme a la orden de César pusieron mano a las espadas. No dejaron de corresponderles los pompeyanos, sino que recibieron intrépidamente la carga, sostuvieron el ímpetu de las legiones sin deshacer las filas, y disparados sus dardos, vinieron a las dagas. A este tiempo, del ala izquierda de Pompeyo, como estaba prevenida, desfiló a carrera abierta toda la caballería y se derramó toda la cuadrilla de ballesteros, a cuya furia no pudo resistir nuestra caballería, sino que comenzó a perder tierra y los caballos pompeyanos a picarla más bravamente, abriéndose en columnas y cogiendo en medio a los nuestros por el flanco. Lo cual visto, César hizo seña al cuarto escuadrón, formado de intento para este caso de seis cohortes. Ellos avanzaron al punto, y a banderas desplegadas cargaron con ímpetu tan violento a los caballos pompeyanos, que ni uno hizo frente, antes todos espantados, no sólo abandonaron el campo, sino que huyeron a todo correr a los montes más altos. Con su fuga toda la gente de honda y arco, quedando descubierta e inutilizadas sus armas, fue pasada a cuchillo. Las cohortes sin parar, dando un giro, embistieron por la espalda al ala izquierda de los pompeyanos, que todavía peleaban y se defendía con buen orden, y los acorralaron.
XCIV. Al punto César mandó avanzar el tercer escuadrón, que hasta entonces había estado en inacción y sin moverse del sitio. Con que viniendo éstos de refresco por el frente, y cargándoles los otros por la espalda, ya no pudieron resistir los pompeyanos, y así todos echaron a huir. No en vano César había predicho en su exhortación a los soldados que las dichas cohortes, que formaban el cuarto escuadrón contrapuesto a la caballería de Pompeyo, habían de comenzar la victoria. Ellas fueron las que la desbarataron; ellas hicieron aquella carnicería de los flecheros y honderos; ellas por la banda siniestra rodearon el ejército de Pompeyo y lo pusieron en huida. Mas Pompeyo, vista la derrota de la caballería, y de aquel cuerpo en quien más confiaba, desesperado de la victoria, se retiró del campo huyendo a uña de caballo a los reales, y a los centuriones que estaban de guardia en la puerta principal, en voz clara, que los soldados la oyeron: «Defended, dice, los reales, y defendedlos bien, si sucediere algún trance; yo voy a dar orden de asegurar las otras puertas, y otras providencias para la defensa de los reales. » Dicho esto, se metió dentro de su pabellón con temor de perderlo todo, pero aguardando no obstante el paradero.
XCV. Viendo a los pompeyanos refugiados a las trincheras, juzgando que no se les debía dejar respirar un punto ahora que se hallaban despavoridos, alentó a los soldados a no malograr la ocasión de apoderarse de los reales. Ellos, aunque ya rendidos y abrasados del sol, pues la función había durado hasta mediodía, con todo eso, prontos siempre a cualquier trabajo, le obedecieron. Las trincheras eran defendidas vigorosamente por las cohortes que allí quedaron de guarnición, y con mucho mayor pertinacia por los tracios y otras tropas auxiliares de bárbaros. No así por los soldados huidos de la batalla, que rendidos a la fatiga y desaliento, casi todos, abandonadas armas y banderas, tenían más cuenta de proseguir la huida que de guardar los reales. Pero ni los que guarnecían las trincheras pudieron por mucho tiempo aguantar el granizo de los dardos, sino que acribillados de heridas, desampararon el puesto, y guiados de sus capitanes y jefes, todos a un tiempo escaparon a las cumbres más altas de los montes cercanos.
XCVI. En los reales de Pompeyo fue cosa de ver las mesas puestas, los aparadores con tanta vajilla de plata, las tiendas alfombradas de floridos céspedes, y aun los pabellones de Lentulo y otros tales coronados de hiedra, fuera de otras muchas cosas que denotaban demasiado regalo y firme persuasión de la victoria; de donde fácilmente se podía inferir cuan ajenos estuvieron del contraste de aquel día los que con tanto esmero procuraban regalos excusados; y ésos eran los que al ejército pobrísimo y sufridísimo de César echaban en cara el lujo, cuando siempre anduvo escaso de las cosas más necesarias a la vida. Pompeyo, sintiendo a los nuestros dentro de las trincheras, montando a caballo, depuestas las insignias imperiales, echó a correr por la puerta trasera, y metiendo espuelas, va volando hacia Larisa. No paro allí, antes con la misma prisa, encontrando tal cual de los suyos que veían huyendo, sin cesar toda la noche, bajó a la marina con treinta caballos; y embarcado en un barco cargado de trigo, iba navegando y quejándose una y mil veces, según decían, «de su yerro en haberse prometido la victoria de unos hombres que, con haber sido los primeros a huir, tenían todos los visos de traidores».
XCVII. César, apoderado de los reales, insistió con los soldados en que no perdiesen la ocasión de acabar la empresa por detenerse al pillaje, y recabándolo, determinó cercar el monte con trincheras. Los pompeyanos, no habiendo agua en él, mal satisfechos del sitio, trataron de acogerse a Larisa. César que lo entendió, dividió sus tropas: parte de las legiones dejó en el campo de Pompeyo; parte remitió al suyo; tomó cuatro de ellas consigo, y por un atajo marchó al encuentro de los pompeyanos, y caminadas seis millas, se puso en orden de batalla. Los pompeyanos, luego que lo advirtieron, hicieron alto en un monte bañado de un río. César esforzando a sus soldados, aunque se hallaban muy cansados con la incesante fatiga de todo este día, y ya cerraba la noche; sin embargo, con una esclusa separó el río del monte, para que los pompeyanos no pudiesen venir por la noche a coger agua. Estando al fin ya la obra, enviaron diputados a tratar de la entrega. Algunos senadores, que se habían juntado con ellos, se salieron de noche huyendo.
XCVIII. En amaneciendo, César ordenó a los del monte que bajasen al llano y rindiesen las armas. Obedecieron sin réplica, con las manos alzadas, y postrados en tierra le pidieron la vida. Él, consolándolos, los mandó levantar, y apuntándoles algo de su clemencia para quitarles el miedo, los perdonó a todos, intimidando a los soldados no los tocasen ni en sus personas ni en sus cosas (66). Practicada esta diligencia, mandó que le acudiesen del campo otras legiones y que las que tenía consigo tomasen la vez de reposo en los cuarteles, y aquel mismo día entró en Larisa.
XCIX. En esta batalla no echó de menos sino doscientos soldados, pero perdió treinta centuriones de los más valientes. Murió asimismo, haciendo prodigios de valor, aquel Crastino de quien arriba hicimos mención, atravesado el rostro de una estocada, cumpliendo puntualmente lo que había prometido al entrar en batalla, porque César creía firmemente que la fortaleza de Crastino fue sin par en el combate y había merecido todo su agradecimiento. Del ejército de Pompeyo se contaban al pie de quince mil muertos. Pero los que se rindieron fueron más de veinticuatro mil, porque también las guarniciones de los castillos se entregaron a Sila; otros muchos se refugiaron en las ciudades vecinas. Después de la batalla ciento ochenta banderas y nueve águilas fueron presentadas a César. Lucio Domicio, queriendo huir de los reales al monte, desmayado por falta de fuerzas, murió a manos de la caballería.
C. En este mismo tiempo Decio Lelio arribó a Brindis con su escuadra, y a imitación de Libón tomó la isleta que, como queda dicho, está delante del puerto. Vatinio, gobernador de Brindis, armó también sus chalupas entoldadas, y provocando a las naves de Lelio, tres de ellas que se adelantaron demasiado, es a saber, una galera de cinco órdenes de remos y dos menores, las apresó a la boca del puerto; asimismo por piquetes apostados de caballería no dejaba a la tripulación hacer aguada. Con todo esto, Lelio, aprovechándose de la buena estación para navegar, traía por mar agua de Corcira y de Durazo; ni desistía de su empeño, ni por mengua de las naves perdidas, ni por la falta de las cosas necesarias pudo ser expelido del puerto y de la isleta hasta tanto que supo el desastre de Tesalia.
CI. Casi al mismo tiempo aportó Casio a Sicilia con su armada naval de Siria, Fenicia y Cilicia, y hallándose la de César en dos divisiones, una a cargo de Publio Sulpicio, pretor en Vibona cerca del Faro, la otra al mando de Marco Pomponio en el puerto de Mesina, primero surgió aquí Casio que Pomponio supiese que venía; y encontrándole asustado sin guardias ni tropa reglada, favorecido de un viento recio, disparó contra la escuadra de Pomponio unos navíos de carga atestados de teas, alquitrán, estopa y otras materias combustibles, abrasó todas sus treinta y cinco naves, de las cuales veinte eran entoldadas; y fue tan grande el susto que causó a todos este suceso, que habiendo una legión entera de guarnición en Mesina, apenas acertaban en la defensa de la plaza; y a no haber llegado en aquella sazón noticia de la victoria de César por la posta, los más tenían por cierto que se hubiera perdido. Pero llegando estas noticias al mejor tiempo, se mantuvo fuerte. Con que Casio enderezó de aquí hacia Cibona contra la escuadra de Sulpicio, y viendo nuestras naves arrimadas a tierra, por este mismo recelo, él hizo lo mismo que antes. Ayudado del viento en popa, destacó cerca de cuarenta brulotes, y prendiendo fuego por los dos costados, cinco navíos quedaron hechos ceniza. Como las llamas por la impetuosidad del viento se fuesen extendiendo, los soldados de las legiones veteranas, que por sus achaques habían quedado en la isla de presidio, no pudieron sufrir tan grande afrenta, sino que por su propio impulso subieron a las naves, alzaron anclas, y arrojándose de golpe sobre la armada de Casio, apresaron dos galeras de cinco órdenes de remos, una de las cuales montaba él. Pero Casio, saltando al bote, logró escaparse. De allí a poco se supo tan ciertamente la función de Tesalia, que hasta los mismos pompeyanos la creían ya; siendo así que antes la tenían por invención forjada de los subalternos y apasionados de César. Con que desengañado Casio, levantó velas de estas costas con su armada.
CII. César, ante todas las cosas, deliberó ir tras de Pompeyo dondequiera que se retirase huyendo, por no darle tiempo a que se rehiciese y renovase la guerra, y caminaba cada día tanto espacio cuanto podía aguantar la caballería, ordenando que le siguiese una legión a paso más lento. Estaba fijado en Anfipoli un edicto en nombre de Pompeyo, obligando a todos los mozos de aquella provincia, griegos y ciudadanos romanos, a que viniesen a dar el juramento; mas no se podía averiguar si Pompeyo lo había expedido con el fin de ocultar lo más que fuese posible su designio de proseguir la huida, o de mantener con nuevas levas la posesión de Macedonia, caso que no le persiguiesen. Lo cierto es que una noche se detuvo allí sin saltar a tierra y haciendo venir a bordo de su navío a los huéspedes que tenía en Anfipoli, y pedídoles por merced el dinero necesario para los gastos del viaje, noticioso de la venida de César, zarpó de aquella cala, y a pocos días surgió en Mitilene. Detenido allí dos días por el viento contrario, con el refuerzo de otros buques menores arribó primero a Cuida, y después a Chipre; sabe allí cómo todos los naturales de Antioquía y los ciudadanos romanos negociantes mancomunados se anticiparon a coger el alcázar para no dejarle entrar, despachando mensajeros a los desertores de su ejército acogidos a las ciudades confinantes, con apercibimiento que no pusiesen los pies en Antioquía, si no querían perder la cabeza. Otro tanto había sucedido en Rodas a Lucio Lentulo, cónsul el año antes, y al consular de Pompeyo y llegando de arribada a la isla, los excluyeron de la ciudad y del puerto, y enviándoles recado que se fuesen a otra parte, mal de su grado hubieron de volver la proa. Y ya en esto volaba por las ciudades la fama de la venida inminente de César.
CIII. Sabidos estos azares, Pompeyo, no pensando más en el viaje de Siria, alzándose con los caudales de la compañía de los asentistas, y recogidas otras cantidades de algunos particulares, gran porción de cobre (67) para los usos de la guerra, y armados dos mil hombres, parte de los empleados en las casas de contratación, parte de los mancebos de mercaderes y de aquellos que sus propias gentes juzgaban útiles para la milicia, dirigió su rumbo a Pelusio. Hallábase aquí casualmente Tolomeo, niño de menor edad, con un poderoso ejército en actual guerra con su hermana Cleopatra, a quien pocos meses antes había desposeído del reino ayudado de deudos y privados, y las tropas de Cleopatra estaban a la vista. Pompeyo envióle a suplicar que le amparase en su desgracia, acogiéndole en Alejandría por respeto al hospedaje y amistad de su padre. Los enviados por su parte, cumplida la comisión, empezaron a tratar familiarmente con los soldados del rey, empeñándolos a interponer sus buenos oficios a favor de Pompeyo y a no desamparar al caído. Muchos de éstos habían sido soldados de Pompeyo, y sacaron en Siria de su ejército; Gabinio los condujo consigo a la ciudad de Alejandría, donde acabada la guerra, los dejó al servicio de Tolomeo, padre de este niño.
CIV. En vista de esto los ministros del rey, que por su menor edad gobernaban el reino, ya fuese por temor, como después protestaban, de que Pompeyo, sobornando el real ejército, se hiciese dueño de Alejandría y de Egipto; ya por desestimarle en su triste situación, siendo cosa muy ordinaria en las desdichas el trocarse los amigos en enemigos, a los enviados otorgaron de palabra francamente lo que pedían, y dijeron que viniese el rey enhorabuena, mas de secreto traidoramente despacharon al capitán de guardias Aquilas, hombre por extremo osado, y al tribuno Lucio Septimio, para matarle. Saludando ellos cortesanamente a Pompeyo, y éste fiado del tal cual conocimiento que tenía con Septimio, por haber sido oficial suyo en la guerra contra los piratas, entra en el esquife con algunos de los suyos, y allí es asesinado por Aquilas y Septimio. También Lentulo es preso por el rey y degollado en la prisión.
CV. Llegado César al Asia, halló que Tito Ampio había intentado en Efeso alzarse con el tesoro del templo de Diana, a cuyo efecto tenía convocados los senadores de la provincia para que fuesen testigos del importe, pero desconcertado su proyecto con la venida de César, huyó luego. Así fue que dos veces salvó César el tesoro efesino. Dábase también por cierto cómo en Elida, en el templo de Minerva, la imagen de la Victoria colocada enfrente de la diosa y mirándola antes cara a cara, de repente volvió el rostro a las puertas y al umbral del templo, y echada la cuenta por días, se halló haber sucedido este prodigio en el mismo día de la victoria de César. Ese mismo día, en Antioquía de Siria, por dos veces se sintió tanto clamor militar y tal estruendo de guerra, que toda la ciudad se puso en armas sobre los muros. Otro tanto acaeció en Tolemaida. En Pérgamo, dentro del sagrario del templo, donde a nadie es lícito entrar fuera de los sacerdotes (y por eso lo llaman los griegos inaccesible), tocaron por sí mismos los timbales. En Trales, en el templo de la Victoria, donde habían dedicado a César una estatua, se mostraba una palma que, arraigada en el pavimento del templo, asomó aquel día en el techo por entre las junturas de las piedras.
CVI. César, a pocos días de detención en Asia, oyendo que Pompeyo había sido visto en Chipre, conjeturando que iba de viaje a Egipto por lo mucho que aquel reino le debía y otras ventajas del país, haciéndose a la vela con la legión que le vino siguiendo por orden suya de Tesalia, y otra que pidió de Acaya al legado Fusio, y ochocientos caballos, y diez galeras de Rodas y algunas otras de Asia, desembarcó en Alejandría. Los legionarios de su convoy eran tres mil doscientos; los demás, desfallecidos por las heridas de tantas batallas y por la fatiga y el largor del camino, no pudieron andar tanto. César, empero, confiado en la fama de sus hazañas, no dudó aventurarse con tan débiles fuerzas; antes le parecía que por dondequiera iba seguro. En Alejandría se certifica de la muerte de Pompeyo (68): y no bien había saltado en tierra, cuando llegó a sus oídos la confusa gritería de los soldados puestos por el rey de guarnición en la ciudad; y repara que la gente se alborota, porque le precedían las insignias consulares, voceando todos ser esto en menoscabo de la majestad del rey. Apaciguado este tumulto, cada día se suscitaban otros nuevos por la gran chusma del pueblo desenfrenado, matándole muchos soldados por cualquiera parte de la ciudad.
CVII. César, visto el desconcierto, mandó traer del Asia otras legiones formadas de los soldados de Pompeyo, ya que se veía precisado a mantenerse allí por los vientos que reinaban en aquella estación totalmente contrarios para salir de Alejandría. Entre tanto, juzgando que las diferencias de los reyes tocaban al tribunal del Pueblo Romano y al suyo en cuanto cónsul, mayormente que por ley y decreto del Senado se había hecho confederación con Tolomeo el padre en su primer consulado, significóles ser su voluntad que así el rey Tolomeo como su hermana Cleopatra (69) despidiesen sus tropas y pleiteasen ante su persona con razones y no entre sí con las armas.
CVIII. Tenía mucha mano en el gobierno del reino su ayo, que era un eunuco por nombre Potino. Éste primeramente comenzó a sembrar quejas entre los suyos y mostrarse ofendido de que un rey fuese citado a dar razón de sí, después, valiéndose de la ayuda y confianza de algunos queridos del rey, con gran secreto hizo venir de Palusio a la corte toda la tropa y por comandante aquel Aquilas arriba mencionado, a quien prometiendo montes de oro en nombre suyo y del rey, le declaró sus intenciones por cartas y terceros. En el testamento de Tolomeo el padre eran señalados herederos, de los dos hijos, el primogénito, y la mayor de las dos hijas. Concluía el testamento conjurando al pueblo romano con grandes plegarias por todos los dioses y el trato de alianza firmado en Roma, que se cumpliese así a la letra. Sacáronse dos copias del testamento; una llevaron a Roma sus embajadores para guardarla en el archivo, si bien no pudiendo lograrlo a causa de los muchos negocios públicos, se depositó en casa de Pompeyo; la otra, refrendada y sellada en Alejandría, era la que ahora se presentaba.
CIX. Cuando se estaban ventilando esos puntos ante César, y él con más empeño en razón de amigo y árbitro desapasionado procuraba componer los intereses encontrados de los reyes, al improviso se halla con la novedad de que venía marchando todo el ejército del rey hacia la corte. La gente de César no era tanta que bastase a contrastarle sin riesgo fuera de la ciudad. El único recurso era fortificarse bien dentro de sus alojamientos y ver por dónde Aquilas rompía. Entre tanto armó todos sus soldados, y rogó al rey que de sus confidentes enviase los más acreditados para notificarles su real beneplácito. Fueron en efecto enviados Dioscórides y Serapión, embajadores que habían sido en Roma de Tolomeo el padre, con quien privaban mucho. Apenas los vio Aquilas, antes de oír a qué venían, los mandó arrestar y matar al momento. Uno de ellos, amortecido al primer golpe, fue retirado de los suyos por muerto; el otro murió efectivamente. Con esta demostración logró César el tener el rey de su parte; y por razón de la gran reverencia con que sabía era mirada la majestad real entre los suyos, él persuadir a todos que aquella guerra se hacía sin consentimiento del rey por sola malicia de algunos malcontentos y ésos unos forajidos.
CX. Verdad es que las tropas de Aquilas no eran de menospreciar, ni por el número, ni por la calidad de gente, ni por la disciplina militar. Llegaban a veinte mil combatientes, que se componían de los soldados de Gabinio, ya hechos a la manera de vivir de los alejandrinos y a su disolución; olvidados del nombre y severidad del Pueblo Romano, estaban aquí casados, y los más con hijos; otros eran gente allegadiza de los corsarios y bandoleros de Siria, de Cilicia y de las provincias comarcanas, además de muchos menguados y bandidos. Todos nuestros esclavos fugitivos encontraban segura acogida y cierto acomodo en Alejandría sólo con asentar plaza de soldados; y si alguno caía en manos de su amo, luego concurrían en tropel a sacarle de ellas, porque la defensa de estos tales la miraban como propia, considerándose culpados ellos mismos. Éstos, conforme al estilo antiguo de la soldadesca alejandrina, siempre que se les antojaba, pedían la muerte de los ministros de los reyes, saqueaban las casas de los ricos, a fin de aumentar su sueldo, sitiaban el palacio real, derribaban a unos del trono, a otros colocaban en él. Fuera de éstos se contaban dos mil hombres de a caballo, que habían gastado toda su vida en las guerras frecuentes de Alejandría. Éstos habían restituido a Tolomeo padre en su reino, muerto a dos hijos de Bibulo y peleado muchas veces con los egipcios: ésta era toda su experiencia en la milicia.
CXI. Confiado, pues, Aquilas en estas tropas y despreciando el corto número de los soldados de César, échase sobre Alejandría, y encaminándose luego a los cuarteles de César, intenta forzar al primer ímpetu su alojamiento. Pero éste, con apostar sus soldados en las bocas de las calles, contrarrestó su furia. Al mismo tiempo hubo un choque en el puerto, el cual fue muy reñido y porfiado; por cuanto divididas las tropas, a un tiempo se peleaba en diferentes calles, porque los enemigos en gran número ponían todo su esfuerzo en apresar las galeras arrimadas al muelle. Cincuenta de ésas eran de las que venían de socorro a Pompeyo, que después de la batalla de Tesalia dieron acá la vuelta: y eran todas de tres y cinco órdenes de remos, bien equipadas y tripuladas. Demás de éstas había veintidós cubiertas por encima, destinadas a la defensa de la ciudad; que una vez cogidas, arruinada la marina de César quedarían dueños del puerto y de la mar toda, y le cortarían los víveres y socorros. Así que se trabó la pelea con tanto calor como el caso lo pedía; viendo él que del buen éxito dependía la pronta victoria y ellos que aseguraban su vida. Pero al fin César salió con la suya, quemando todas aquellas naves y las demás reservadas en los arsenales, atento que no era posible conservarlas por tantas bandas con tan poca gente; y sin detenerse fue a desembarcar con sus soldados a la concha del Faro.
CXII. Es el Faro una torre altísima de fábrica maravillosa en medio de una isleta del mismo nombre. Esta isla, situada frente de Alejandría, forma con ella el puerto, si bien en tiempos antiguos se comunica con la ciudad por un dique estrecho y un puente que tiene de largo novecientos pasos. Hay en esta isleta varias caserías de gitanos y un arrabal comparable a una villa, y viene a ser una madriguera de corsarios que se echan sobre cualquiera embarcación que por inadvertencia o por alguna tempestad se extravía por allí, y la roban. Por lo demás, si no quieren los que son dueños del Faro, es imposible, por ser la garganta estrecha, la entrada de ningún navío en el puerto de Alejandría. En atención a esto, César, mientras los enemigos estaban más empeñados en el combate, con el desembarco de sus soldados se apodera del Faro y pone presidio en él. Con eso se consiguió el poder proveerse por más seguramente de vituallas y socorros. En efecto, despachó luego a buscarlos por el contorno y los juntó de las regiones cercanas. En las demás partes de Alejandría se prosiguió la refriega sin ventaja por ninguna de las partes, manteniendo cada cual firme su puesto con pocas muertes a causa de la estrechura de las calles. César, ocupando los lugares más importantes, los fortificó de noche, comprendiendo entre ellos la pequeña estancia del palacio real donde le alojaron desde el principio, pared por medio del teatro que servía de alcázar, con salida para el puerto y los arsenales. Estos lugares fuertes guarneció los días siguientes con nuevos reparos, para defenderse como con una muralla contra los ataques y no ser obligado al combate por fuerza. En esto la hija menor (70) del rey Tolomeo, esperando ocupar el trono vacante, se trasladó de la corte al campo de Aquilas y empezó con él a dar órdenes en los negocios de la guerra; pero bien presto riñeron sobre „ quién había de mandar más, competencia que aumentó gajes a los soldados, solicitando cada cual con dispendios granjear las voluntades de la tropa. Mientras esto pasaba entre los enemigos, Potino, ayo del rey niño, gobernador del reino en el partido que sostenía César, cogido en fragante con cartas para Aquilas en que le exhortaba a no desistir de la empresa ni caer jamás de ánimo, descubiertos y arrestados sus emisarios, fue condenado a muerte por César. De aquí tuvo principio la guerra de Alejandría (71).
Notas
41 No suele César, hablando de si, llamarse Julio. Quizá en el texto estaba solo ipse et Publius Servilius, y alguno trasladó al texto la nota marginal lulius Caesar.
42 Por haber sido creado cónsul sin compañero.
43 César los llama libres porque los de esta provincia conservaron más tiempo su libertad que los otros griegos.
44 No sé si César dice bien tierra de los ceraunios, esto es, como en algunas ediciones se lee, terram attigit Cerauniorum, los que Horacio llama infames scopulos Acroceraunia; y Lucano, libro IV, los nombra scopulosa Ceraunia. Por eso he seguido la puntuación del inglés Davies o Davisio: terram attigit. Cerauniorum saxa, etc. Apiano lo confirma.
45 Esta Corcira no es la de la Grecia (hoy Corfú) enfrente del Epiro, sino la llamada Melena en el Ilírico, no lejos de Salona.
46 Éste, de principal legado que fue de César en todas las guerras de la Galia, se convirtió en su más rabioso enemigo
47 El mismo a quien Cicerón en aquella famosa carta llena de lisonjas y de afectos harto bajos, pretendía persuadir que hiciese un panegírico más que historia de su consulado.
48 Natural de Mitilene, panegirista griego de los Hechos de Pompeyo, que se lo pagó bien.
49 Más verosímil es decir que se pagase la mitad de las deudas sin usuras a sus plazos; leyendo con Davisin: ut semisse in dies sine usuris creditae pecuniae solvantur. El francés dice: «il permettait aux debiteurs de sacquitter en six payemens sans aucum interest». El italiano traduce: «quale chiunque avea debiti, dovesse pagarli in termine di trentasei giorni, senza che córrese altra usura». En las ediciones más exactas se ven una o dos estrellitas en señal de no estar claro el texto.
50 En que se desperdició tres patrimonios. 51 Hijo de una hermana de César, de quien fue legado en la Galia; para éste es una carta escrita de Brindis por el mismo César.
52 Mas dice César: quibusdam acceptis detrimentis. Como si el titulo de general en jefe o emperador se lo hubiese arrogado, no por alguna victoria señalada, sino por algunas acciones perdidas y golpes recibidos de los bárbaros. Fulvio Ursino sospecha que el texto está errado, y que tal vez por detrimentos se debe leer emolumentis. He traducido reencuentros, por ser ésta una voz que significa función o jornada feliz o adversa.
53 Las legiones tomaban el nombre, o del sitio y orden que tenían en el ejército, como ésta, y la undécima y duodécima, que luego se nombrarán, o de las provincias vencidas, o de algún dios, o emperador, o de alguna ciudad, o de algún suceso memorable como Partica, Minerva, Augusta, Tebea Itálica, Fulminante, Gemela, etc. 54 O en las tiendas fijas. Castris stativis. Se decían así los reales, porque se acuartelaban en ellos de asiento y no de paso. 55 Ni entiendo ni sé explicar de otro modo las palabras ad libram de César. Y sin duda se fabricarían las torres en equilibrio; una en la popa, otra en la proa, y a los dos costados, para que no se hundiesen las naves.
56 Con razón dice el mismo César ser ésta una nueva manera de pelear, y jamás se vio que el ejército menor asediase a otro mayor en campo abierto y dilatado. No hay escritor que no refiera como singularísimas estas circunstancias, que sólo pudieron caber en el intrépido, valiente y guerrero corazón de César y en la experiencia de sus soldados esforzadísimos.
57 Era éste el de Corinto, cuyo paso Rutilio pretendía cerrar a Fusio, para que no penetrase al Peloponeso, perteneciente a su gobierno de Acaya.
58 Todo este pasaje se halla interpolado y muy oscuro; se ha traducido a tiento, como lo han hecho también otros intérpretes, y por tanto son excusables los defectos que se puedan notar en el texto y en la versión.
59 Apiano, lib. II, escribe que los tribunos y centuriones pedían con instancias a César que, según las leyes patrias y ordenanzas militares, los diezmase para sufrir el último suplicio en pena de su fuga.
60 Por sobrenombre Calvino, diferente de Lucio Domicio Aenobarbo, esto es, Barbarroja, que seguía el partido de Pompeyo. 61 Camino abierto en una cordillera, seguida de montes, que iba desde el Ilírico a Macedonia. Del gobernador romano que lo hizo, se llamaba Vía Egnatia. César tenía que torcer hacia la marina por la necesidad de pasar por Apolonia.
62 Consulares et praetorios: los que hablan sido cónsules y pretores, las dos mayores dignidades de Roma; por donde refiere Plutarco, en la Vida de César, que a Pompeyo le nombraban otro «Agamenón, rey de los reyes».
63 Y de los inválidos, que no pudiendo ir a la guerra por sus achaques, fueron dejados allí de guarnición. 64 El río Enipeo, más célebre por los versos de los poetas que por el caudal de sus aguas, teñidas ahora de la sangre romana (Lucano, lib. VII). Sanguine Romano quam turbidus ibit Enipeus.
65 Seis eran las legiones de la tercera línea, y por consiguiente seis las cohortes sacadas.
66 Sabido es aquel dicho de César en esta ocasión: Miles, parce iam civibus. Poco antes había dicho: Miles, faciem feri.
67 Me inclino a que era cobre y no moneda, aunque Albricio dice aran quantitá di moneta.
68 Añaden los historiadores, que siéndole presentada su cabeza en Alejandría por Teodoto, preceptor que era del rey y cómplice también en la muerte de Pompeyo, César, al verla, lloró derramando muchas lágrimas, compadeciéndose de la triste y desgraciada suerte de un hombre tan grande, tan amigo suyo en tiempo atrás, y su pariente; y demostración parece ésta muy conforme con la nobleza, generosidad y clemencia de César.
69 La famosa Cleopatra, que se casó después con Marco Antonio, y con él fue vencida por Augusto.
70 Arsinoe por nombre.
71 En algunos códices faltan estas palabras.