Cartas de Plinio el Joven
Cayo Plinio Cecilio Segundo
La siguiente es una selección de cartas enviadas por Plinio el Joven (nombre completo Cayo Plinio Cecilio Segundo), escritor y abogado romano del siglo I, a sus amistadas y colegas.
Cartas de Plinio el joven
Libro I ― Libro II ― Libro III ― Libro IV ― Libro V ― Libro VI ― Libro VII ― Libro VIII ― Libro IX ― Libro X ― Libro XI ― Libro XII ― Cartas selectas
Notas
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Cartas selectas
Carta a Tácito sobre el Vesubio
Carta sobre la erupción del monte Vesubio y la destrucción de Pompeya.
Plinio saluda a su estimado Tácito.
El 24 de agosto, alrededor de la una de la tarde, mi madre le llamó la atención a Plinio el Viejo 1 sobre una nube que tenía un tamaño y una forma muy inusuales. Acababa de tomar el sol y, tras haberse bañado en agua fría y haber tomado una comida ligera, se había retirado a su estudio a leer. Ante la noticia, se levantó inmediatamente y salió fuera; al ver la nube, se dirigió a un montículo desde donde podría tener una mejor visión de este fenómeno tan poco común. Una nube, procedente de qué montaña no estaba claro desde aquél lugar (aunque luego se dijo que venía del monte Vesubio), estaba ascendiendo; de su aspecto no puedo darte una descripción más exacta que se parecía a un pino, pues se iba acortando con la altura en la forma de un tronco muy alto, extendiéndose a su través en la copa a modo de ramas; estaría ocasionada, me imagino, bien por alguna corriente repentina de viento que la impulsaba hacia arriba pero cuya fuerza decreciera con la altura, o bien porque la propia nube se presionaba a sí misma debido a su propio peso, expandiéndola del modo que te he descrito arriba. Parecía ora clara y brillante, ora oscura y moteada, según estuviera más o menos impregnada de tierra y ceniza. Este fenómeno le pareció extraordinario a un hombre de la educación y cultura de mi tío, por lo que decidió acercarse más para poder examinarlo mejor.
Carta perteneciente al libro VI
Escrita desde Bitinia entre los años 112 y 113.
1.- Tío de Plinio el Joven.
Carta al emperador Trajano
Plinio saluda al emperador Trajano
Es costumbre para mí, mi señor, consultarte acerca de todas las cosas sobre las que dudo. ¿Quién, en efecto, puede guiar mejor mi irresolución o instruirme en lo que no sé?
Jamás he participado en los procesos contra los cristianos: por ello, desconozco qué suele castigarse o perseguirse y hasta qué punto. 2. Y no he dudado poco si acaso se hace alguna distinción de edad o, por tiernos que sean, en nada difieren de los más robustos; si hay perdón para el arrepentimiento, o si el que fue completamente cristiano no obtiene alguna ventaja al haber dejado de serlo. Si se castiga el mero hecho de llamarse cristiano, en caso de que no se hayan cometido delitos, o si se castigan los delitos asociados a tal nombre.
Entretanto, esta es la norma que he seguido para con aquellos que hasta mí han sido traídos como cristianos. 3. A ellos mismos les pregunté si eran o no cristianos. A quienes confesaron que sí les pregunté una segunda y una tercera vez, con la amenaza de suplicio; ordené que se ejecutara a los que perseveraban. Yo no dudaba, en efecto, de que, al margen de lo que confesaran, debía castigarse la pertinacia y la obstinación cerrada. 4. Hubo otros de similar desvarío a los que apunté para que fueran enviados a Roma, ya que eran ciudadanos romanos. Poco después, como suele ocurrir, al extenderse la acusación por causa del mismo proceso, se dieron situaciones variadas.
Se hizo público un libro anónimo que contenía los nombres de muchas personas. Quienes negaban que eran cristianos o que lo hubieran sido, una vez que por medio de una fórmula mía imploraron a los dioses y suplicaron con incienso y vino a una imagen tuya que había ordenado colocar para este cometido, junto a unas figuras de los dioses, y una vez que, además, blasfemaron contra Cristo, cosas que dicen que no pueden ser obligados a hacer quienes en verdad son cristianos, consideré que podía dejarlos libres.
Otros, nombrados por un delator, declararon que eran cristianos y poco después lo negaron; dijeron que lo habían sido ciertamente, pero que habían dejado de serlo, algunos hacía ya tres años, otros ya muchos años antes, alguno incluso veinte. Asimismo, todos ellos adoraron una imagen tuya y las figuras de los dioses y, además, blasfemaron contra Cristo.
Aseguraban, asimismo, que toda su culpa o su error no había sido más, según ellos, que haber tenido por costumbre reunirse un día señalado antes del amanecer, cantar entre ellos, de manera alterna, en alabanza a Cristo como si fuera un dios, y comprometerse mediante juramento no a delinquir, sino a no robar, ni cometer pillajes ni adulterios, a no faltar a su palabra ni negarse a devolver un depósito cuando se les reclamara. También decían que, una vez realizados estos ritos, tenían por costumbre separarse y reunirse de nuevo para tomar el alimento, totalmente corriente e inocuo, pero que dejaron de hacerlo tras mi edicto, por el cual, según tus mandatos, había prohibido que hubiera asociaciones. 8. Así pues, creí aún más necesario inquirir también, mediante el tormento de dos esclavas que eran llamadas “ministras”, qué había de verdad. No encontré ninguna otra cosa más que una superstición depravada y desmesurada.
Por ello, aplazada la indagación, me he apresurado a consultarte. A mí me parece que se trata de una cuestión digna de consulta, sobre todo a causa del número de personas que corren peligro (de ser juzgadas). Hay mucha gente, en efecto, de todas las edades, de todas las condiciones y de ambos sexos incluso que son llamados a juicio y seguirán siendo llamados. Y el contagio de esta superstición no se ha extendido tan sólo por las ciudades, sino también por las aldeas y los campos; aún así, parece que puede detenerse y corregirse. 10. Sin embargo, hay suficiente constancia de que los templos, casi ya abandonados, han comenzado a frecuentarse, y que se vuelven a celebrar los sacrificios rituales, hace tiempo interrumpidos, y que se vende por todas partes la carne de las víctimas, para la que hasta ahora no se encontraban sino escasísimos compradores. De esto es fácil deducir qué cantidad de personas podría enmendarse si hubiera lugar para el arrepentimiento. Adiós.
Respuesta de Trajano
Has seguido el procedimiento que debías, mi querido Segundo, en el examen de las causas de los que ante ti han sido denunciados como cristianos. Y no es posible, en efecto, establecer para todos una norma general, como si ésta tuviera una aplicación determinada. No hay que perseguirlos; si se los denuncia y acusa, hay que castigarlos, pero quien haya negado ser cristiano y lo haya demostrado realmente, es decir, mediante la súplica a nuestros dioses, aunque hubiera sido sospechoso en el pasado, que obtenga el perdón por su arrepentimiento. 2. Sin embargo, los libros anónimos que circulan no deben tener cabida en acusación alguna, pues esto sirve de pésimo ejemplo y no es propio de nuestro tiempo. Adiós.
Carta a Suetonio
Plinio saluda a su estimado Suetonio Tranquilo.
Actúas en función de la deferencia que me brindas, porque me solicitas tan vivamente que el tribunado que he logrado para ti de Neracio Marcelo, hombre muy ilustre, lo transfiera a Cesenio Silvano, pariente tuyo. A mí me resulta muy agradable verte a ti como tribuno, tanto como me es no menos satisfactorio ver a otro gracias a ti. Pues no creo que sea congruente que si quieres acrecentar con honores a alguien no veas bien sus actos de generosidad familiar, que son más hermosos que todos los honores. Tengo en cuenta también que, puesto que es insigne ser merecedor de favores y concederlos, tú vas a alcanzar a la vez la alabanza por ambas cosas si lo que tú mismo has merecido lo otorgas a otro. Además, comprendo que también a mí me honrará si por esta acción tuya no pasa desapercibido que mis amigos pueden no sólo desempeñar el tribunado, sino también concederlo. Por esta razón, en verdad, accedo a tu muy honorable petición. Pues todavía tu nombre no ha sido consignado en la lista y por ello me es posible poner en lugar tuyo a Silvano; espero que tu presente sea tan querido para él como lo es el mío para ti. Adiós.
Carta perteneciente al Libro III.
Carta de Plinio a su suegra
Plinio saluda a su suegra Pompeya Celerina.
¡Cuántos medios hay en tus residencias de Ocrículo, de Narni, de Cársula, de Perusia; en la de Narni, incluso está preparado el baño! Una de mis cartas (pues no hay necesidad de las tuyas) aquélla breve y antigua me basta. ¡Por Hércules! No es tan mío lo que es mío, como lo que es tuyo, pero hay una diferencia: tus siervos me reciben con más diligencia y esmero que los míos. Lo mismo te sucederá probablemente a ti si alguna vez te alojas en las mías. Querría que lo hicieses, en primer lugar para que disfrutes de mis cosas del mismo modo que yo de las tuyas; en segundo para que despabilen alguna vez mis siervos, que me atienden sin cuidado y casi con incuria. En efecto el temor a los dueños tolerantes con los siervos decae por el propio hábito; son estimulados por las novedades y procuran que sus dueños los juzguen a través de otros más que de ellos mismos. Adiós.
Carta perteneciente al Libro IV.
Carta sobre los fantasmas
Gayo Plinio saluda a su estimado Sura.
1. La falta de ocupaciones me brinda a mí la oportunidad de aprender y a ti la de enseñarme. De esta forma, me gustaría muchísimo saber si crees que los fantasmas existen y tienen forma propia, así como algún tipo de voluntad, o, al contrario, si son sombras vacías e irreales que toman forma por efecto de nuestro propio miedo.
2. A que crea que existen los fantasmas me mueve sobre todo esto que he oído que le ocurrió a Curcio Rufo. Todavía joven y desconocido había formado parte del séquito del nuevo gobernador de la provincia de África. Al declinar el día paseaba por el pórtico: le sale al paso la figura humana de una mujer muy alta y hermosa. Ante su estupor ella le dijo que era África, mensajera de las cosas futuras. Le dijo también que él iría a Roma, que llevaría a cabo su carrera política y que volvería a esta misma provincia con el poder supremo, donde finalmente moriría. 3. Todas estas cosas se cumplieron. Pasado el tiempo, cuando llegaba a Cartago y salía de la nave se cuenta que se le apareció la misma figura en la playa. Como él mismo había sido presa de la enfermedad, tras augurar la adversidad que le esperaba en relación con las cosas buenas ya cumplidas, abandonó su esperanza de curación a pesar de que ninguno de los suyos la había perdido.
4. ¿Pero no es acaso más terrorífico y no menos admirable lo que voy a exponer ahora, tal como me lo contaron? 5. Había en Atenas una casa espaciosa y profunda, pero tristemente célebre e insalubre. En el silencio de la noche se oía un ruido y, si prestabas atención, primero se escuchaba el estrépito de unas cadenas a lo lejos, y luego ya muy cerca: a continuación aparecía una imagen, un anciano consumido por la flacura y la podredumbre, de larga barba y cabello erizado; llevaba grilletes en los pies y cadenas en las manos que agitaba y sacudía. 6. A consecuencia de esto, los que habitaban la casa pasaban en vela tristes y terribles noches a causa del temor; la enfermedad sobrevenía al insomnio y, al aumentar el miedo, la muerte, pues, aun en el espacio que separaba una noche de otra, si bien la imagen había desaparecido, quedaba su memoria impresa en los ojos, de manera que el temor se prolongaba aún más allá de sus propias causas. Así pues, la casa quedó desierta y condenada a la soledad, abandonada completamente a merced de aquel monstruo; aún así estaba puesta a la venta, por si alguien, no enterado de tamaña calamidad, quisiera comprarla o tomarla en alquiler.
7. Llega a Atenas el filósofo Atenodoro, lee el cartel y una vez enterado del precio, como su baratura era sospechosa, le dan razón de todo lo que pregunta, y esto, lejos de disuadirle, le anima aún más a alquilar la casa. Una vez comienza a anochecer, ordena que se le extienda el lecho en la parte delantera, pide tablillas para escribir, un estilo y una luz; a todos los suyos les aleja enviándoles a la parte interior, y él mismo dispone su ánimo, ojos y mano al ejercicio de la escritura, para que su mente, desocupada, no se imaginara ruidos supuestos ni miedos sin fundamento. 8. Al principio, como en cualquier parte, tan sólo se percibe el silencio de la noche, pero después la sacudida de un hierro y el movimiento de unas cadenas: el filósofo no levanta los ojos, ni tampoco deja su estilo, sino que pone resueltamente su voluntad por delante de sus oídos. Después se incrementa el ruido, se va acercando y ya se percibe en la puerta, ya dentro de la habitación. Vuelve la vista y reconoce al espectro que le habían descrito. 9. Éste estaba allí de pie y hacía con el dedo una señal como llamándole. El filósofo, por su parte, le indica con su mano que espere un poco, y de nuevo se pone a trabajar con sus tablillas y estilo, pero el espectro hacía sonar las cadenas para atraer su atención. Éste vuelve de nuevo la cabeza y le ve haciendo la misma seña que antes, así que ya sin hacerle esperar más coge el candil y le sigue. 10. Iba el espectro con paso lento, como si le pesaran mucho las cadenas; después bajó al patio de la casa y, de repente, tras desvanecerse, abandona a su acompañante. El filósofo recoge hojas y hierbas y las coloca en el lugar donde ha sido abandonado, a manera de señal. 11. Al día siguiente acude a los magistrados y les aconseja que ordenen cavar en aquel sitio. Se encuentran huesos insertos en cadenas y enredados, que el cuerpo, putrefacto por efecto del tiempo y de la tierra, había dejado desnudos y descarnados junto a sus grilletes. Reunidos los huesos se entierran a costa del erario público. Después de esto la casa quedó al fin liberada del fantasma, una vez fueron enterrados sus restos convenientemente.
12. Doy crédito ciertamente a quienes me han confirmado estos hechos; yo mismo puedo confirmar otro suceso a los demás. Tengo un liberto no ajeno al cultivo de las letras. Con él descansaba su hermano menor en el mismo lecho. A este le pareció ver a alguien sentado en la cama, moviendo unas tijeras sobre su propia cabeza, y que incluso le cortaba algunos cabellos de la coronilla. Cuando amaneció, él mismo tenía una tonsura en su coronilla y se encontraron sus cabellos cortados en el suelo. 13. Poco tiempo después, de nuevo un hecho similar al anterior confirmó lo que había ocurrido. Uno de mis pequeños esclavos dormía entre otros muchos niños en la escuela. Llegaron a través de las ventanas (así nos lo cuenta) dos figuras vestidas con túnicas blancas, cortaron el pelo al muchacho acostado y se retiraron por donde habían llegado. La luz del día muestra también a este niño con la tonsura y los cabellos esparcidos en derredor. 14. Nada memorable pasó después, a no ser acaso que no llegué a ser reo, si bien lo hubiera sido en caso de que Domiciano, bajo cuyo poder estas cosas ocurrieron, hubiera vivido más tiempo. En efecto, en su caja de documentos, se encontró un escrito entregado por Caro que estaba referido a mí. De esto puede deducirse que, como es costumbre para los presos dejar crecer el pelo, los cabellos cortados de mis esclavos fueron señal de que el peligro que me acechaba había sido abortado.
15. Por tanto, te ruego que hagas uso de tu erudición. Es asunto digno para que lo consideres largo y tendido, y yo no soy ciertamente indigno de que me hagas partícipe de tu saber.
16. Aunque sopeses los pros y los contras de las dos opiniones (como sueles), inclínate más por uno de los dos lados, para no dejarme suspenso en la incertidumbre, dado que la razón de consultarte fue la de dejar de dudar. Adios.
Carta perteneciente al libro VII.
Carta sobre la obra de su tío
Plinio el Joven describe a un amigo la obra literaria de su tío.
Plinio saluda a su estimado Bebio Macro.
Me agrada en extremo que leas las obras de mi tío con tanta atención que quieras tenerlas todas e indagues todas las que son. Te expondré sus títulos y también te daré a conocer en qué orden fueron escritas, pues ésta es una información no desagradable para los estudiosos. Sobre el lanzamiento de jabalina a caballo, un libro; la escribió con igual talento que cuidado cuando era prefecto de las tropas de caballería. Sobre la vida de Pomponio Segundo, dos libros; como fue muy apreciado por él, los compuso como testimonio obligado al recuerdo de su amigo. Guerra de Germania, veinte libros; en ellos ha reunido todas las guerras que hemos sostenido con los germanos. La empezó cuando servía en Germania, aconsejado por un sueño: se le apareció, mientras dormía, la sombra de Druso Nerón, que, vencedor a lo largo y ancho de Germania, murió allí, le confiaba su recuerdo y le pedía que lo defendiera del deshonor del olvido. Hombres letrados, tres libros, divididos en seis rollos por su extensión; en ellos educa y forma al orador desde los comienzos. De la expresión ambigua, ocho libros; los redactó bajo el imperio de Nerón, en sus últimos años, cuando la sumisión había hecho peligrosos todo tipo de trabajos literarios algo independientes y elevados. Desde la muerte de Aufidio Baso, treinta y un libros. Historia Natural, treinta y siete libros; obra extensa, erudita y no menos diversa que la misma naturaleza.
¿Te asombras de que esta persona atareada haya compuesto tantos libros de tan diferente temática con tanto rigor? Te asombrarías más si supieras que defendió causas durante algún tiempo, que murió a los cincuenta y seis años y que pasó la mitad de su vida distraído y ocupado en cargos de muy alta responsabilidad y en la amistad de los príncipes. Pero era sagaz su talento, extraordinario su trabajo y de la mayor diligencia. Empezaba a lucubrar en las fiestas de Vulcano, no para buscar augurios, sino para estudiar a altas horas de la noche, y en invierno a partir de la hora séptima o, como muy tarde, desde la octava, y, a menudo, desde la sexta. Era, sin duda, de un sueño muy presto, sorprendiéndole y abandonándolo alguna vez incluso en medio de los mismos estudios. Antes del alba se dirigía ante el emperador Vespasiano (pues éste también aprovechaba las noches) y desde allí al trabajo que le había sido encomendado. De vuelta a casa, el resto de tiempo lo dedicaba a los estudios. A menudo, después de la comida (que tomaba frugal y sencilla de acuerdo con la norma de nuestros antepasados), en verano, si había algún momento para el descanso, se recostaba al sol, se hacía leer un libro, lo acotaba y lo resumía. Pues no leyó nada que no resumiera; también solía decir que no había libro tan malo que no aprovechara en alguna parte. Después de tomar el sol, la mayor parte de las veces se daba un baño frío, a continuación tomaba un bocado y dormía un poco; luego, trabajaba como si fuera otro día hasta la hora de la cena. Después de ella se hacía leer un libro, lo acotaba y ciertamente deprisa. Recuerdo que uno de sus amigos, al equivocarse el lector, le llamó la atención y le obligó a comenzar, y que a él le comentó mi tío: «¿Es que no lo has comprendido?»; y cuando éste asintió: «¿Por qué, entonces, le has llamado la atención? Con tu interrupción hemos perdido más de diez líneas». A tal extremo llegaba su economía del tiempo. En verano se levantaba de la mesa a la luz del día, en invierno dentro de la primera parte de la noche y como si lo forzara alguna ley.
Estas cosas las hacía en medio de las ocupaciones y del bullicio de la ciudad; en su retiro sólo sustraía al estudio el tiempo del baño (cuando hablo del baño, me refiero al enjuagado, pues, mientras era enjabonado y frotado, escuchaba o dictaba algo). En sus viajes, como si estuviera libre de las demás ocupaciones, tenía tiempo sólo para esto: a su lado había un amanuense con un libro y con tablillas, cuyas manos en invierno eran protegidas por guantes para que ni siquiera el rigor del clima le restara algún tiempo a su trabajo; por este motivo, en Roma también era transportado en litera. Recuerdo que fui reconvenido por él por ir caminando; dijo: «Podrías no perder esas horas», pues pensaba que se desperdiciaba todo el tiempo que no se dedicaba al estudio. A causa de esta dedicación compuso tantos libros y me dejó a mi ciento sesenta de notas de fragmentos escogidos, por cierto escritas en el reverso y redactadas con letra muy pequeña; por ello, esta cifra se incrementa. Él mismo decía que, cuando fue procurador en Hispania, había podido vender estas notas a Larcio Licino por cuatrocientos mil sestercios y entonces eran de dimensiones sensiblemente más reducidas. ¿Acaso no te parece a ti, al evocar cuánto leyó y cuánto escribió, que ni estuvo en ningún cargo público ni en la intimidad del príncipe o, a la inversa, cuando escuchas qué esfuerzo empleó en su estudio, que ni escribió ni leyó bastante? Pues, ¿qué es lo que aquellas tareas no pueden obstaculizar o lo que esta aplicación no puede realizar? Así, pues, suelo sonreírme cuando algunos me llaman estudioso a mí, que, si me comparo con él, soy muy holgazán. Por otra parte, ¿los deberes del gobierno o los de los amigos sólo me ocupan a mí? ¿Quién de esos que dedican toda su existencia a las letras, parangonado con aquél, no puede enrojecer como si se hubiera entregado al sueño y a la pereza? H
e prolongado la carta aunque había decidido contarte sólo lo que indagabas: qué obras había dejado; sin embargo, confío en que te serán no menos agradables que las mismas obras también estos comentarios míos que pueden incitarte no sólo a leerlas, sino también a realizar algo parecido movido por un afán de emulación. Adiós.
Carta perteneciente al libro III.